diciembre 28, 2007

Los cantos del mal olor

Los cantos del mal olor
o
De destripamientos





Ella: Bukowski se destripó y se hizo rico.
Yo: Y se compró un carro de 10.000 dólares.
[Fragmento de una conversación con Araceli]



1

Me reconozco infeliz ante ti, seas quien seas, que no te conozco, y a quien extraño como un infierno. No es la tristeza lo que me embarga, sino la extrañeza de no sentirme triste y abatido como en otros momentos iguales. Qué es lo que siento y lo que soy ahora, eso yo no lo sé. Desamparado, quizá, pero nunca he buscado un padre en las alturas. Perdido; sí, definitivamente estoy perdido. Avergonzado, no tendría de qué. Cansado; sin duda, sería mejor que todo se viniera abajo una noche de éstas. No sé qué es lo que quiero buscar o a qué espero para hacerlo. No sé nada de eso ni de mí, y creo que no me importa. O me importa muy poco. El silencio dentro de mí me parece más importante hoy que la luz y el ruido de todos los lugares que amé y frecuentaba; ruidos y luces que me hicieron feliz un tiempo. Ese silencio que se rompe de vez en vez cuando la vocecilla insistente grita que hay algo que no he completado y que debo descubrir qué es, una vocecilla que suena tan parecida a un graznido malintencionado y lejano. Esa voz que quisiera callar de una vez para siempre, mientras leo, bailo, escribo y canto inmóvil, solitario, mudo, sordo, torpe, desafinado, ciego y casi muerto; mientras bebo agua con hielo a medianoche, a las dos de la mañana, a las tres; mientras imagino que dejar de respirar debe ser parecido a dejar de caminar o a dejar de rascarse la cabeza en público o de tronarse los dedos. Debo reconocer que a veces la tristeza me visita, pero como de pasada, como preparándose para soltar su martillazo fatal, que tanto espero, más por curiosidad que por deseos de morirme. Lo reconozco, pero niego que sea tan desdichado como solía ser o creer serlo hace unos años. Será que la soledad me sienta bien, será que nací para dedicarme a mí mismo, que no sé ser responsable para proteger a nadie; será que gozo tanto de la pena que en el fondo no quiero compartirla con nadie, será que soy demasiado egoísta. No quiero que nadie me entienda; no quiero eso ni nunca lo querré. Prefiero la oscuridad y la sombra, y algunos amigos que no me pidan cuentas; las cuentas me las reservo para cada atardecer, para cada madrugada justo antes de dormir. Cuentas ante el espejo. Me miro reflejado en el vidrio empañado de un baño una noche demasiado fría y tímida para gritarlo. Es malo envejecer. Esos ojos que reflejan aún hoy la luz y que un día te miraron de frente sin vergüenza y con orgullo, recuperan las marcas del pasado que se vuelven evidentes cada hora, cada minuto de tu ausencia que ya se ha prolongado más de un año. Ya sé que no volverás, y así está bien; lo sé ahora y lo supe todo el tiempo. No es que no me duela; es, creo, que ya me habitué. Me gusta eso, el hábito. Fue más complicado los primeros meses, pero hoy sería más complicado que regresaras. No podría soportar tu voz, ni tu cuerpo, ni tus ojos puestos sobre mí. No soportaría que me amaras de nuevo, no soportaría que nadie me amara de nuevo. Para mí, estas marcas que dejaste al irte son sagradas. Y todos los rincones que quedaron vacíos, vacíos se quedarán; así están bien, así debe ser. Incluso estas manos vacías y secas, que tanto lloraron la pérdida de tu piel, secas y vacías quieren quedarse por el resto de sus días. Estas mismas manos que palpan la ventana cuando miro a la calle, donde todo perdió su significado desde aquel día, cuando la ciudad se convirtió en un amenazador laberinto, retorcido y maloliente, habitado por incontables recuerdos sedientos de venganza y olvido. Ríndete. Ríndete, me dicen cuando me atrevo a salir. Pero los ignoro. Los recuerdos son muertos y los muertos no escriben cartas, no cantan, no hablan y no importan. Los muertos no pueden lastimarme. Antes, cuando yo gritaba, las imágenes de ese presente me herían con sus voces y con sus colores brillantes. Ya no hay brillo en el mundo. El sol se ha quedado tras una nube; la luna muestra su cara negra. Cuando grito, el eco calla, nada me perturba. Puedo dormir tranquilo y no soñar. Puedo despertar cada día sin la pesadez de los símbolos imaginarios revoloteando como hacían hace unos años. Es mejor así, con sólo las umbrías canciones fúnebres y su música de cuerdas, y el viento del otoño que se quedó encerrado en mi cuarto y que no se ha marchado en años. Quiero gritar como un rugido callado y un edificio derrumbado. Quiero quitarme de encima el polvo acumulado la noche anterior. El polvo amarillo y salvaje de la memoria. Quiero borrarme por completo, devorarme yo mismo, enterrarme en una fosa vacía, cubrirme con sábanas de tierra y líquenes fríos, bajo la lluvia y los desastres naturales a que soy tan propenso, como la primera vez que te dije «te amo» con todas las consecuencias que acarreó. Quiero desarmarme como un maniquí, perder la cabeza, las manos y los ojos; quiero perder los dientes y las uñas que tanto tienen de ti. Desvanecerme en el silencio y en la penumbra donde no existen los nombres ni las culpas ni los reproches. Flotar entre nubes y bolas de fuego y gas en la negrura que se alza por encima de mis más altos deseos, y que no quede ni el recuerdo de los recuerdos, ni los ecos lejanos de ningún sueño. Perder la forma, la materia, el alma. Y yacer eternamente a la deriva entre los mundos y lunas allá, afuera, lejos, donde no hay nada de ti. Pero en lugar de eso, me miro al espejo y pienso que es malo envejecer. Y veo mi propia imagen multiplicada mil veces en los ojos de este extraño solitario en el vidrio frente a mí. Y me entran unas ganas enormes de arrojarme al lodo, de revolcarme entre la inmundicia y la escoria. De abrir la boca y devorar la mugre y llenarme de miedo y cosas negras y grises, y reaparecer entre los hombres como un criminal. Pintar toda la ciudad de un blanco absoluto y aparecer con harapos oscuros y manchas de suciedad humana a embarrarlo todo. Y anunciar que ya no te amo más a los cuatro destinos del planeta. Quiero gobernar la mentira y las apariencia, y las cuatro paredes que me rodean y que no me ven salir en días. Quiero que nunca nadie más me ame, ni amar a nadie nunca más.


2

Quiero que mi cuerpo vuelva a diluirse en otro cuerpo, en un cuerpo de una mujer de madera, astillas y escamas. Revolcándose entre la arena de los descansos y días verdes. Hasta que mi sangre también llegue a la dilución con sus besos y su aliento amargo, como una floresta que muere en un incendio. Entonces, quiero hacerme un hoyo en la carne para que fluya por allí la sangre; enredarme en el agua turbia de un pantano y atraer a los tiburones que como un solo gran tiburón acaben por devorar este corazón. El agua oscura va a entrar en mí, y yo me convertiré en un monstruo cruel y vagaré sin hogar, hacia el paraíso que quiero contaminar de enojo. Haré el frío mientras camino solo. Los recuerdos serán quemados en los hornos de la memoria. No quiero arrepentirme de nada y no quiero tener nada que perder. Quiero aullarle a la luna una noche de éstas, y manchar mi hocico con la sangre limpia de los mortales, y enterrar mis garras en los músculos de aquellos que sonríen, extender las alas y elevarme hacia la opaca iluminación de una luna demasiado cansada. Dicen que hay un castillo de ónice en su cara invisible, elevado entre montañas de escombros y robles petrificados. Allí, seguro hay silencio, y podré dormir sin escuchar las voces detrás de la puerta.


3

Por las tardes me dan ganas de inyectarme algo. Tengo en este pequeño vial un negro en forma líquida; me lo inyecto y mi sangre pierde el color. Tengo este otro vial con azul también líquido. Mi sangre se hará noble, pero venenosa. Y cuando sea de noche, saldrá a vagar por allí, llevando a mi cuerpo a que retoce en las charcas infectas y podridas. Pero en este momento, siento que muy lejos, dentro de mí, se libra una guerra terrible. El corazón, el cerebro, el hígado, los riñones, la mierda, discuten sobre cuál es más importante en su función. El corazón deja de palpitar y siento un desmayo; el cerebro se desconecta y me viene así de pronto una alegría inmensa; el hígado se va a descansar y me retuerce todo; los riñones se van a huelga y siento inundaciones; la mierda se niega a partir, y de pronto, como si de la nada, me siento más y más pesado. El aliento cambia. Hasta la mirada cambia y el mundo se ve un poco más sucio que de costumbre, y huele peor. Pero sigo adelante con mi plan de ennoblecer mi sangre, y cuando los primeros rayos de la luna se asoman, yo ya estoy nadando entre los renacuajos, golpeando las puertas de las cámaras oscuras, llevado al límite, dragándome a mí mismo. En el agua negra veo un rostro; me veo como nunca me vi antes, retratando todos los traumas y degeneración y los dolores sufridos, y veo que nunca fui libre. Tomo una rama y me golpeo hasta romperme los ojos, y veo ciego manar el azul de la sangre, que se revuelve con algunos pensamientos que accidentalmente escaparon por el mismo agujero. Y pienso, la muerte es azul, la muerte es el espeso azul del firmamento nocturno, y el llanto de la muerte es el murmullo de una lechuza que se lleva una rata entre las garras para devorarla. Me gustaría ser un sapo, que me trituren las mandíbulas de un gato salvaje junto al río en el bosque que una vez visité, cuando todavía quería estar vivo. La brisa de la madrugada sopla y me cobija con su calor helado, hasta que me voy durmiendo y me duermo. En el lado de la realidad en que estoy ahora, veo un campo lleno de rosas salvajes de espinas asesinas. Las moscas y las avispas se encajan y son tragadas con premura. Incluso, escucho los eructos de las flores, y las veo cuando van corriendo a cagar detrás de un arbusto ofendidas por mi lascivia; se han dado cuenta de que están desnudas y de que las observo atentamente. Luego de un rato me aburren y miro a otro lado; una pequeña loma de estiércol, y sobre ella, una margarita blanca y pura hace el amor con un abejorro gordo y dorado. Son felices, y me entran deseos de pisotearlos, pero despierto y ya es de tarde. El charco de ayer se ha secado; aún tengo un renacuajo en la nariz. Luego de aspirarlo, me entran ganas de inyectarme algo. Te hago llorar y me meto tus lágrimas hasta el fondo.


4

La tráquea rota yace sobre el suelo. Las hélices de oxígeno fuera de control. Las nubes del sentido de todo esto muy lejos demasiado pronto. Las venas revientan. Los ríos corren. Hay anuncios de diluvios y ciudades perdidas en televisión durante toda la madrugada. En la garganta los tallos crecen sin flores. Los campos de margaritas se pudren en el invierno que dormita en mi jardín. Un pétalo se cierne sobre tu ojo como un párpado y tus párpados como pétalos caen a la tierra este otoño. No puedo ver bosques por árboles. El veneno se dispara dentro de las arterias. Ahora todo se ha ido al diablo y de regreso otra vez. Los lirios rosados flotan sobre las charcas de primavera donde los enamorados ahogan mutuamente sus dolores. Donde sueñan con el día siguiente. Por mi parte yo me ahogo de otra manera. No es sangre lo que corre por mis venas. En mis venas corre la tristeza. Las guirnaldas avejentadas me coronan. Debería marchitarme como las flores de esta cama. Pero me hago a la mar en barcos vacíos. Un suelo de rosas muertas a tus pies. Llaman a la puerta. La ramera está muerta al igual que el resto de aquellos rostros familiares que dejaron huella de los sinsabores por débiles razones. ¡No me apuntes con ese dedo artrítico! La carne inmóvil trajo toda la desesperación. Estrangulado. Recién nacido. Un leño más al fuego. El pistilo y los filamentos de este clavel se incendian cada nuevo amanecer. Frutos amargos cuelgan de los árboles podridos en mi jardín de oscuro y delicioso desprecio. Un centro traumático. Epicentro. ¿Puedes sentir el terremoto? Sólo es un teatro imaginado y los cuerpos yacen desnudos sobre el escenario porque son cuerpos de madera y plástico aun si respiran. Tócame. Tócame antes del otoño. Antes del otoño. Cinco minutos más y nos vamos al diablo. El deseo es alimento. Mira esa magnifica espalda de porcelana. Sobre su cuerpo de arena las flores de la condena florecen prósperas como un lujo de días pasados llegados a los días presentes. ¿Qué es lo que miras? Mi temor secreto es retirarme a un rincón y abrazarme a mí mismo y hacerme el amor a mí mismo cuando estoy solo.


5

El minúsculo verso que se ha formado en tus labios nunca va más allá de tus sienes tomadas por asalto por mis besos. En estas latitudes sólo hay sangre que fluye roja y amorosa de mis abrazos a tus caricias. Nos hemos encerrado mutuamente entre fiordos y ciénagas grises para devorarnos poco a poco cada noche.


6

Esta mañana, al salir, vi cómo toda la ciudad comenzaba a oxidarse. Cayó una oscuridad que parecía noche. A mi paso, el suelo cambiaba; el concreto se convertía en acero demasiado expuesto al sol y la lluvia; el pavimento parecía disolverse en múltiples tonos ocre. Los edificios parecían bailar en un vaivén de un viento invisible, ramas de una selva demasiado urbana. Los puentes se derrumbaban sobre autos desgastados y rojos. Las formas están quietas, dormidas, altas como hombres. En los callejones cuelgan retratos rotos, despintados por el paso del tiempo. Los vagabundos en las aceras duermen sin darse cuenta del paso de la corrosión sobre sus cuerpos y sus sueños. El cielo parece un mar de sangre. Me aviento de cabeza contra él, entre murmullos que nadie observa. Un barco hundido. Hay un grito en medio de todo eso, un grito que vuela desde la ventana que sale al interior de mí. Ruido de vidrios rotos. Y ese hombre dentro de mi boca que a veces habla cosas de las que yo no sé nada, escapa y me mira por última vez. En los callejones perdidos de la ciudad que cambia en las sombras, se cuentan historias de tragedias que ocurren bajo los puentes. Pequeños cuentos de suicidios y nacimientos terribles. Niños de menta helada se alejan con sonrisas verdes, y se marchan a los días en que los árboles cayeron. El señor elegante de sonrisa de caramelo de rayas blancas bebía agua sobre la mesa en cualquier parte, y murió ahogado. Yo me quiero ahogar con él, con música de saxofones, con olores de perfume fino y sexo barato. Las mortajas corren sucias por los ríos de lágrimas en la ciudad. Hay un aroma de velas muertas. Hay velas muertas marcando el camino a la celebración en la casa de madera donde nunca nadie vivió. Regreso al cuarto de arriba, y a mi paso, la ciudad recupera su luz pero yo me quedo blanco y seco.


7

De pronto la desesperación llega, incisiva y burlona. Es ridículo; casi puedo reír a grito franco. El miedo nunca viene solo, trajo a aquella desdichada. El miedo paraliza y en medio del desespero, el llanto se niega a salir como se niega a marcharse del todo. Vivo rodeado de desesperanza y desconsuelo, de desilusión, amargura y angustia. Todo eso se me ha pegado en la piel, como una costra. Quiero arrancarla de tajo, pero hay un terror casi sagrado sepultado allí. Quiero gritar a pulmón vivo que ya no sé qué hacer, que se me han terminado las opciones, pero no hay voz en mi garganta, sólo hay gemidos y tristeza. Hay frustración y soledad. Tengo miedo de la vida, aun más que de la muerte. Quiero escapar de todo esto, pero también anhelo ganar lo que podría ganar si me quedara. He olvidado cómo tomar decisiones. He olvidado la vida en otra parte. Sólo un poco de agua. Sólo quiero un poco de agua. Un pequeño espacio de mar, guardado para mí.


8

Presiento la existencia de unos labios nuevos, anhelo su frescura. De nuevo corro, brinco, grito y empujo. De nuevo huelo, siento y veo. Tomo el telescopio, el microscopio, hasta el galvanoscopio y sondeo entre mis poros en busca de sonrisas. Detrás del hígado me pareció ver una tormenta con luminosos relámpagos. Junto a mi oreja izquierda, algo pica, y me hace soltar la carcajada. Humedezco mis labios con un beso imaginado y salgo en busca de la vida. Hace un sol tremendo, y casi me derrito de contento cuando me tomaste por el brazo más o menos un segundo y medio. Hay días en que presiento que llevo una cinta de audio en la cabeza. Hoy es uno de esos días. Es parecido a rebobinar la cinta nueve años y reconocer que mucho ha cambiado pero que en general el mundo es el mismo. Escucho voces de jóvenes adolescentes que lo único que quieren es comerse al mundo a enormes bocanadas, y me pregunto qué pasó con esos ánimos. Una década de subidas y bajadas, de mareos y sobresaltos parecían haber mellado sus espíritus. Pero hoy es un día extraño. Hoy esos tres viejos muchachos se reúnen en torno a cualquier cosa, y reconocen que hay algo para ellos en alguna parte, que está allí esperando a que alguien lo tome. Hoy ha sido un día extraño y bueno. Quizá esta noche me acueste temprano y duerma bien. Quizá esta noche me tope de frente con unos labios nuevos que me den de su frescura.


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1 comentario:

León dijo...

Bukowski no se compró un carro de 300000 dolares,sino un BMW de 10000, no exageres...