febrero 28, 2013

Una lectura de La tejedora de sombras



En 2012, Jorge Volpi presenta la novela La tejedora de sombras, que le valió el premio iberoamericano de narrativa Planeta-Casa de América 2012. La anécdota de la novela es la siguiente: Henry A. Murray, un médico ambicioso, casado con una rica heredera, y Christiana Morgan, una estudiante de arte casada con un veterano de guerra, se encuentran en la ciudad de Nueva York. Entre ambos surge una atracción que los lleva a convertirse en amantes, pero su amorío es tan complejo que deciden acudir a analizarse con el popular ex–psicoanalista y ex–discípulo de Sigmund Freud, Carl Gustav Jung, en Suiza, para evitar que su relación los destruya (no importa si destruye a Josephine y a Will, cónyuges de los protagonistas).
     La lectura de esta novela es más o menos sencilla, ocurre entre la narración de las aventuras de Murray y Morgan y sus parejas, que sufren intensamente por el engaño, y la lectura de los diarios de Morgan. Para su redacción, Volpi tuvo acceso al acervo documental de la Universidad de Harvard, donde se encuentra resguardada la historia de Murray y Morgan (Mansol y Wona, como se llamaban entre ellos). No podemos saber si los pasajes del diario de Morgan son reproducciones fieles de los originales, paráfrasis o invenciones del propio Volpi, en ninguna parte del libro se explica.
     La forma de narrar de Volpi es clara, aunque hay un injustificado abuso de términos cultos y frases en alemán e inglés sin su correspondiente traducción, cursivas (usadas con arbitrariedad, a veces las palabras de otros idiomas aparecen así, otras veces no), conceptos y palabras de uso poco común, que lejos de volver más interesante la lectura, distraen al lector. Se nota un afán de esnobismo en esta novela, y no queda claro si se trata de reflejar el ambiente en que se desenvolvían Murray y Morgan (cruceros, restaurantes finos, fiestas elegantes), o de demostrar las propias “cualidades” burguesas del autor.
     De todas maneras, la novela transcurre en hoteles lujosos, casas de campo de hombres ricos y largos viajes por Europa, un lenguaje más bien coloquial sería más artificial que todo el artificio y oropel presentados por Volpi.
     En la conversación entre Murray y Morgan, acompañados de sus respectivas parejas, discurren entre quién es mejor, Freud o Jung. Ambos se deciden por Jung, Christiana Morgan explica su preferencia: “el cerebral y erudito Jung, el único que parecía capaz de darles sentido a mis visiones y a mi angustia sin tener que hablar de sexo, de sexo y de heridas infantiles”. En otras palabras, porque Jung es más bien condescendiente, y la moral victoriana aún dominante en las clases sociales elevadas a las que pertenecen nuestros personajes, sigue negándose a admitir la realidad del sexo, convirtiéndolo en tabú, aquello de lo que es preferible callar.
     Es bien sabido que Jung y Freud, discípulo y maestro, tuvieron sus diferencias, entre otras cosas por la negativa de Jung de reconocer que la teoría sexual es (tiene que ser) la base del psicoanálisis, y por su afán de volverse hacia la metafísica y otras formas de pensamiento mágico, que Freud odiaba y desprestigiaba, señalándolas con razón como desviaciones del método fundado por él.
     Aquí ocurre una segunda crisis del lector (la primera puede ser el conflicto generado por el lenguaje frívolo de Volpi, conflicto fácilmente superado por un lector que comprende que aunque la vida personal del autor siempre interfiere en su obra escrita, esa vida es necesaria para poder escribir lo que se escribe, y que la obra vale sobre todo por lo que hay más allá de la parte autobiográfica). En este segundo momento, el lector elige entre uno y otro bando, entre Freud y Jung. Los psicoanalistas y psicólogos serios, y en general las personas sensatas elegirán sin duda alguna a Freud, los místicos, charlatanes y personas de poca cultura, así como los autocondescendientes e irracionales, van a preferir a Jung.
     Todo lo que sigue es un intento de Volpi, de Murray y sobre todo de Morgan, de convertir a Jung en un dios, en un hombre superior en todos los sentidos. Y más o menos lo logran durante un rato.
     Jung le dice a Morgan que mientras hay mujeres destinadas a criar bebés, ella está destinada a criar al gran hombre, es decir a Murray; la convence de que lo mejor es abandonar a su esposo y a su hijo, y dedicar su vida a inspirar a su amante, para que él consiga crear una obra de relevancia universal. Jung ayuda a Morgan a convertir una simple y vulgar infidelidad, en un acto elevado y sublime: un acto de humanidad. O eso creyeron ellos, los tres, Jung, Morgan y Murray.
     La falacia se derrumba cuando Morgan comienza a padecer crisis psicóticas severas, a tener alucinaciones muy vívidas, que Jung llamaba visiones, y ella tomaba por una forma de comunicación con los dioses y espíritus del universo, materia prima de su propia obra: el perfeccionamiento de su amante.
     Pero cuando Jung intentó un acercamiento erótico con su paciente, que ahora también era su discípula, destrozando desde todos los ángulos la dimensión ética del Psicoanálisis—en el Psicoanálisis no hay de otra: no te acostarás con tu paciente ni generarás otra clase de vínculos afectivos fuera de la relación de paciente-médico, o todo se irá al carajo, Morgan decide alejarse.
     En este punto, uno se pregunta si en verdad Volpi considera a Jung tan grandioso como parece hacerlo, o si sólo eran ideas de Morgan y Murray, que lo idolatraban, y el autor nos hizo sentir esa idolatría; la última opción parece la más viable, porque con todo esto que ocurre, la imagen ideal del maestro se derrumba irremediablemente. Ya no es el anciano sabio y sereno, sino un viejo libidinoso y farsante, que promete no hablar de sexo con sus pacientes (histéricas burguesas casi todas ellas, sus “valkirias”, les llaman), pero que se acuesta con buena parte de ellas, y a algunas las convierte en discípulas y en amantes más bien frecuentes, y las lleva a vivir con él y con su esposa. Lejos de la mirada de Freud, Jung pretende romper todos los tabús, llevar sus pulsiones a su realización más directa, menos sublimada.
     Pero Morgan aún necesita un tratamiento, acude con un psicoanalista freudiano, y descubre que sus delirios tienen una base sexual; como no está dispuesta a admitirlo, pues sería darle la razón a Freud (y aceptar la teoría sexual del Psicoanálisis, idea que no le agrada a su moral burguesa), deja el tratamiento y se pone en contacto con una analista que fue discípula de Jung.
     Desde el primer momento, ella descubre que sus visiones no son mensajes de los dioses y de los espíritus, sino, como era obvio para todos, menos para ella ni para el viejo Jung, delirios psicóticos, un síntoma grave que anuncia la inminencia de una crisis de locura de la cual quién sabe si se pueda salir alguna vez. Le recomendó evitar provocárselos deliberadamente (Jung le había dicho que ejercitara a tener esas visiones, que ella podía llegar a provocarlas a voluntad, alimentando sus patologías sin saberlo).
     A partir de ahí, no hay marcha atrás. El retrato de genialidad y grandeza con que nos pintaron a Jung en la primera parte de la novela se ha hecho añicos. Y eso no será todo, aún falta su venganza contra Morgan, al hacer públicos los trabajos realizados por ella bajo su tutela, donde exponía su intimidad, su yo más íntimo, y que Jung convirtió en un espectáculo de galería. Morgan nunca pudo perdonarlo por ello. Jung termino como el villano de la novela.
     La diada (concepto con el que Jung describe la relación entre Murray y Morgan) se rompe, ella comienza a tener amantes jóvenes, Murray demuestra varias veces que en el fondo no creía en todas esas tonterías mágicas de Jung y Morgan, que él sólo deseaba estar con ella porque era muy guapa y el deseo sexual era enorme y no estaba dispuesto a renunciar a dicho deseo. No era un gran hombre, y después de todo él nunca dijo que lo fuera, la etiqueta se la pusieron Jung y Morgan, él sólo evitó desmentirlos, porque si no alimentas las fantasías de una mujer que te desea, deja de desearte.
     La relación era una farsa, una relación más sexual que mística, una relación que era en realidad como todas las relaciones entre hombres y mujeres a lo largo de la historia, que se sostienen mientras dura el engaño, el ideal, llámese amor o grandeza; al final, cuando sólo quedan los cuerpos y los deseos, cuando sólo queda la carne y la  pulsión, si uno no tiene la voluntad necesaria para aceptarse como un mero puñado de materia e instintos (sexuales pero también de otras clases), sólo queda el camino hacia la locura y la autodestrucción, o, en el mejor de los casos, hacia la neurosis, que no es poca cosa, tampoco. Es la lección que vale la pena llevarse de esta novela, que viene a demostrar que, aunque no guste admitirlo, y no gusta, Jorge Volpi es mejor escritor de lo que pensamos. No sabemos si esto fue hecho deliberadamente por Volpi, pero eso no importa, Freud nos enseñó bien que nada escapa al análisis, y que la verdad se oculta incluso en la mentira, que del artificio se puede deducir una verdad.
     Pese a sus defectos, como el uso del lenguaje y algunas acotaciones ridículas (como cuando Volpi describe a Will, esposo de Morgan, como poseedor de un pene infantil y fláccido, y hace a Morgan llamarlo “pobrecito mío”; por suerte esto no es un análisis de la personalidad de Volpi), La tejedora de sombras resulta una lectura interesante, especialmente porque tras su apariencia de propaganda para enaltecer el legado de Jung, termina siendo un retrato sórdido y realista del hombre, una reflexión sobre los peligros que conlleva el anteponer el deseo personal a la ética profesional en una disciplina como lo es el Psicoanálisis.

1 comentario:

León dijo...

si, me hablaste mucho de este libro... se ve interesante... si tu reseña es correcta, se que lo disfrutaré