El lugar del impacto no estaba lejos, y mi curiosidad era grande. Me puse mi abrigo, y salí rumbo a las colinas.
Aún en la distancia, podía oler el humo. Lo que fuera, era grande y emitía un resplandor rojo que contrastaba con la noche. Comencé a correr, ya no estaba lejos.
Entonces lo vi: alto y delgado, blanco y calvo como un paciente de quimioterapia, tenía ojos negros y profundos como fosas abiertas, como hoyos negros que trataban de atraparme. Sería hermoso si no fuera tan aterrador.
Caminaba por ahí, tambaleante, junto al fuego, como si cualquier accidentado que no entiende lo que ha pasado. No parece que se haya dado cuenta de mi presencia ahí, o tal vez no le importaba.
Sentí lástima por él. Ahí estaba, confundido, por todo lo que sabía él podría ser un viajero extraviado, y su familia podía estar ardiendo en llamas mientras él era incapaz de ayudarlos.
Me acerqué con precaución. Cuando me vio, comenzó a gritar aterrado, pero no había a donde correr. Resignado, esperó.
No entiendo bien qué sucedió, tal vez la compasión por el dolor ajeno me impulsó a hacerlo. El caso es que me arrojé sobre él y lo abracé con todas mis fuerzas. Lo escuché llorar en ese extraño tono que tenía su voz, y escuché una voz que no reconocí al instante:
—Calma. Ya todo está bien.
Era mi voz, hablando entre sollozos. Era la primera vez que lloraba desde que era un niño.
Tenía los ojos firmemente cerrados. Tal vez habían pasado dos minutos cuando me percaté de que estaba abrazando el aire. El fuego comenzaba a extinguirse, ya casi no había humo y la luna se asomaba entre las nubes.
Emprendí el camino de regreso, pero no llevaba prisa. La noche era tibia y agradable. Las estrellas brillaban, y entre ellas, una notablemente pálida cruzó el firmamento, hasta perderse de vista.
Tal vez era un ángel.
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