diciembre 29, 2012

Nochebuena



Mi abuela padece demencia, y cada día que pasa el deterioro se nota más. La encargada de cuidarla todo el año es mi madre, pero esta navidad pasada fui a ayudarla.
     Mi madre fue a comprar algo para la cena y como mi padre no volvería del trabajo hasta las diez, me quedé solo con mi abuela, y me dediqué a cuidarla consentirla. Quería jugar con la carne cruda y se lo permití, no trató de comérsela, sólo se dedicó a moldearla con las manos, a olerla y sentirla. Estuvo en ello más de una hora. Luego, la lavé y se quedó en su silla, inmóvil.
     Le tomé una foto, se la mostré.
     —Conozco a esa mujer, ¿quién es? —digo mi abuela, con la mirada fija en su retrato.
     Esa misma noche, después cenar, al quedarme viendo películas en la televisión de la sala (mi madre prácticamente me obligó a pasar la noche en su casa), pensé que la vida era muy injusta con algunas personas.

diciembre 19, 2012

Dos minificciones

        I: Bipolar

Voy de la soledad a tus brazos.


        II: Un fantasma eléctrico 

En una calle del centro, llena de basura, humana y de plástico, me hallé a un fantasma. Delgado, eléctrico y centellante, tenía la cabellera alborotada y los ojos hundidos sobre el cráneo transparente. Portaba descuidadamente una camiseta de algodón blanca con la leyenda: ITarahumara, y sus zapatos estaban sucios. Le pregunté que venía a hacer a México.
     —Me han expulsado de todas partes —dijo—. Ahora estoy aquí en busca de mi esperanza, ¿las has visto?

Fue para A. Artaud

diciembre 13, 2012

Triángulos infernales



Triángulos infernales

Lucía le devolvió la mirada. Eso le dio el valor de hablarle. Gerardo visitaba Teotihuacán con cada cambio de estación, excepto durante el paso de la primavera al verano que era redundante. No realizaba esas visitas por seguir alguna moda de la nueva era o alguna otra tomadura de pelo, pero su padre lo hacía, y su abuelo antes que él. Podría decirse que era una tradición familiar, un ritual más difícil de terminar que un trauma infantil.
     Se encontraba de pie sobre la cúspide de la pirámide, en sus brazos reposaba Marlene, su hija, quien miraba todo aquello sin asombro, con la aceptación fría de los niños pequeños. Gerardo miraba el paisaje, no había nada que le importara más que Marlene, con sus ojos y su cabello de un negro plácido y brillante y con su tranquilidad perfecta. Y fue cuando vio a Lucía. La reconoció aun cuando habían transcurrido ya veinte años desde la última vez que la había visto, en aquella fiesta de graduación dela primaria.
     Cuando se le acercó y le dio un abrazo con aquella superioridad moral que tienen las niñas que se saben deseadas, Gerardo supo que serían novios. Pero un día después, cuando fue consciente de que no tenía manera de localizarla, pues no tenía su número telefónico ni conocía su dirección, reconoció con un aguijonazo de tristeza que no la vería otra vez. Y tal vez fue ese día, ese día preciso, que Gerardo pasó de la infancia a la adolescencia, ese día con ese primer contacto con el dolor y la decepción propias del mundo de los adultos.
     La miró y ella le devolvió la mirada. No sabía si ella lo había reconocido también. Lucía igual que hacía dos décadas, excepto que era completamente distinta. Ya no era la niña pelirroja de ojos verdes y con esa mirada como caballos desbocados y sonrisa de cerezas. Su cabello era más oscuro, casi negro, sus labios estaban pálidos y delgados, sólo la alocada llamarada de sus ojos seguía intacta. Pero la reconoció en el acto. Y seguía tan hermosa como entonces. Miró su vestido de una pieza, sus zapatos impersonales y las medias verdes que hacían juego con los ojos.
     “Vaya”, pensó, “siempre la imaginé con la falda y el suéter de la escuela, o cuando mucho con aquel horroroso vestido rosa que la hicieron usar en la fiesta de graduación”.
     —Lucía —dijo.
     —Gerardo.
     Así que también ella recordaba. ¿Es tu hija? ¿Cómo se llama? ¡Que bonito nombre! Conversaron durante algunos minutos, intercambiaron correos electrónicos y se prometieron mantenerse en contacto.
     Se despidió con un beso en la mejilla que Gerardo contestó con una sonrisa y un hasta luego un poco torpe.
     —¿Por qué tan feliz, tú? —preguntó Berenice cuando Gerardo se presentó en el restaurante donde ella lo esperaba.
     Berenice no era ninguna entusiasta del ejercicio, eso era evidente con tan sólo verla. Subir la pirámide le resultaba menos atractivo que estar varada en el tráfico de la ciudad de la esperanza, incluso pensaba que la afición de su esposo era algo tonta. Pero lo aceptaba con sus tonterías, pues lo amaba, lo amaba a pesar de que desde la llegada de Marlene a sus vidas, haría entonces unos seis meses, él no la había vuelto a tocar, pues toda su atención recaía en la niña.
     —Es normal que estés celosa —le explicaba su amiga—. Los hombres y las hijas siempre tienen un lazo especial. Nada más acuérdate de tu relación con tu papá.
     —Mi padre abusó de mí —replicó.
     —Ok. Fue un mal ejemplo. Pero seguramente has escuchado hablar del Complejo de Edipo.
     —Pero Edipo es un hombre que se acuesta con su madre, no se trata de una niña y…
     —Eso da igual. Freud explica que el Complejo de Edipo se trata del amor de un niño por el padre del sexo opuesto al suyo. Jung habla de otras cosas, pero es un charlatán, no le prestes atención, mejor…
     Lo que le preocupaba era el haberse dado cuenta de que en ocasiones tenía pensamientos negativos en contra de Marlene. Se había sorprendido, como se sorprende en el acto a un ladrón, pensando que sin la presencia de Marlene, Gerardo sólo tendría ojos y oídos para ella. Temía que esas ideas pudieran ser peligrosas y se obligó a desecharlas, a esforzarse por ignorar sus celos que no le parecían tan ridículos, a darle tiempo a Gerardo, después de todo ése había sido su sueño desde la juventud, tener una hija. Era lo más normal del mundo que ahora estuviera tan fascinado por aquella criatura.

—En el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo —recitó Berenice, mecánicamente, moviendo la mano como quien hace pases mágicos.
     —Amén —contestó Marlene, besando la mano de su madre.
     En la cama, Gerardo leí aun libro. Berenice se desnudó y se metió junto a él.
     —¿Qué estás leyendo?
     —Cien años de soledad.
     —¿Está  bueno?
     —No le estoy entendiendo bien, todos se llaman Aureliano.
     —¿Es mexicano?
     —Colombiano.
     —¡Ah!
     Gerardo puso el libro sobre el mueble, se quitó los lentes y se acostó. Berenice o abrazó. Luego besó su cuello, su rostro, pero Gerardo la apartó.
     —Estoy cansado. Mañana me levanto temprano.
     Berenice, humillada, no contestó. Se cubrió el rostro con las cobijas y fue incapaz de contener el llanto: primero fue un murmullo, unos sonidos como una risita burlona, iiiiii, luego vino la respiración entrecortada.
     —¿Qué tienes? —preguntó Gerardo.
     En sus años de casados, nunca la había visto llorar. No sabía qué hacer, qué decirle. ¿La debía abrazar? ¿Debía dejarla sola? ¿Hablarle?
     —¿Qué tienes? —preguntó.
     —¿Te estás acostando con Lucía?
     A partir de su encuentro en las pirámides, Lucía se había vuelto una presencia recurrente en las vidas de Gerardo y Marlene y Berenice. Berenice notó que Gerardo ya no dedicaba el cien por ciento de su atención a Marlene, sino que se había vuelto más equitativo. Al principio le parecía un milagro, una bendición, un premio de parte de Dios por haber sido una buena esposa. Tal vez gracias a esa mujer, a esa amiga de su esposo, él volvía a prestarle algo de tención. Incluso volvía a tocarla, volvían a hacer el amor.
     Pero entre menor atención le dedicaba a su hija, más requería Lucía, y pronto no fue suficiente, tuvo que darle la que le correspondía a ella, a Berenice. Al menos una vez por semana, Gerardo no llegaba a la casa después de ir a trabajar. Berenice fingía no darse cuenta. Pero luego, cuando Gerardo comenzó a leer, Berenice tenía que hacer un enorme esfuerzo para no llorar o reñirle, para no reclamarle por su falta de interés hacia su propia familia. “Además ya estoy vieja, fea. Y él es tan bueno”.
     —Tienes una hija, una familia —le reclamó Berenice.
     Y Gerardo, puesto al descubierto, se sintió acorralado, pero siguió en silencio.
     —No lo niegas —la voz de Berenice era un susurro más débil que cualquier excusa que él pudiera ofrecer.
     Gerardo se levantó, se vistió y se calzó. Se puso su chamarra de piel de víbora, “símbolo de mi creencia en la libertad persona”, solía decir. Berenice lo vio a travesar la habitación, cruzar la puerta, escuchó luego el motor al encenderse y percibió la distancia cada vez mayor entre ella y su esposo.

Le devolvió el libro. En realidad lo arrojó sobre el sillón.
     —¿Ya lo terminaste?
     —No.
     —¿No te gustó? —preguntó, alarmada y ligeramente herida. Le parecía inconcebible que hubiera alguien que no sintiera amor por la obra de Márquez.
     —Olvida eso —dijo él—. Berenice ya sabe.
     Lucía no se inmutó. Tomó el libro con ambas manos, lo sacudió el invisible polvo, colocó el separador en una taza de la que asomaban separadores de colores y diseños variados, colocó el libro dentro de un anaquel, junto a sus hermanos, el Quijote y La divina comedia.
     Gerardo sabía que en la existencia de Lucía é no era sino un mero accesorio, que jamás ocuparía un lugar especial como aquellos tres libros. Lo sabía desde el día después de la graduación.
     —¿Puedo quedarme? —preguntó, y su voz era una súplica, era un dolor manifiesto.
     —Sí, quédate.
     Aquella noche no hicieron el amor. “¿Amor?”, se dijo Lucía burlona y un poco injusta, “no hay amor aquí, sólo cogemos de vez en cuando”. Estaba consciente de que Gerardo amaba a Berenice y a Marlene y de que él jamás las dejaría para estar con ella, por eso le prestaba sus libros. Él era un oficinista, qué podía saber de literatura. Pero él parecía haber entendido y hasta disfrutado algunos de esos libros. Y no soportaba verlo así, abatido, sin vida, él que era tan jovial. Y lo amaba. Sí, lo amaba, ¿por qué no? Después de todo, Gerardo era el único hombre que no la buscaba sólo para tener sexo. Había sexo, claro, pero no era lo único que había entre ellos.
     Aquellas tres semanas que le tomó preparar su examen profesional, él estuvo al pie del cañón. Le preparaba el café y compraba la cena, le ayudaba a ordenar sus papeles y a buscar referencias en montones de libros. Y aunque no se quedaba adormir más que una o dos veces por semana, casi todas las noches de aquellas tres semanas, se daba un tiempo para visitarla y hacerle más ligero el trabajo de hacerse doctora en letras clásicas.
     No, no soportaba verlo así, debía hacer algo por él, lo que fuera. Incluso terminar su amorío, para que él pudiera volver con su familia, a la que amaba sobre todas las cosas.
     Lucía se quedó dormida, pensando en él, en Marlene, en Berenice. Sobre todo con Berenice. Cuando despertó Gerardo ya no estaba ahí.

Encontró la puerta abierta. Ese olor que lo llenaba todo. Sin atreverse a encender la luz. Olor a oscuridad y silencio. Era todo lo que había. Oscuridad y silencio. Tropezó con algo y no pudo evitar caer ni el ruido subsecuente. Manos empapadas. Ese olor oscuro y callado. La sangre. ¿Con qué tropezó?
     —Lo hice por ti —dijo aquella muñeca de pie frente a él, chorreada en sangre y voz descompuesta. Alguien debería cambiarle las pilas.
     ¿Quién llamó a la ambulancia? Alguien llamó a la ambulancia, alguien lo hizo. Un vecino. Un vecino curioso que pasaba por ahí y escuchó los gritos, un vendedor de puerta en puerta que vio la puerta abierta y creyó que era su oportunidad. Alguien lo hizo.

Los paramédicos encontraron a Gerardo inmóvil, de pie en el centro de la sala, cubierto de costras de sangre. Sangre seca. Y el olor. En sus brazos descansaba el cuerpo mutilado, “hemorragia bonita de tierna chiquita”, el cuerpo roto de una niña, que dormía con esa calma fría de los cadáveres.
     En la habitación dormía Berenice, sin respirar, con la garganta rebosante.
     Cuando la policía lo interrogó sobre la identidad y el paradero de la asesina, pues entonces ya se sabía quién era la responsable de aquello, Gerardo se limitó a sonreír con tristeza, y después dijo:
     —Le pedí que se fuera, que me dejara estar con mi familia. Amo a mi familia. Amo a mi esposa y a mi hija, ¿sabe? Mi hija se llama Marlene y en dos semanas es su cumpleaños. Las amo.
     Y ella se había ido.

noviembre 24, 2012

Toc-toc / ¿Quién es? { o Lautréamont y la Comunicación Imposible }



Toc-toc / ¿Quién es?

{ o Lautréamont y la Comunicación Imposible }


Si yo supiera lo que es la poesía,
no tendría por qué escribirla
—René Char

Si alguien tiene genio, se
lo hace pasar por idiota
—Lautréamont; Canto primero


El Conde de Lautréamont (Isidore-Lucien Ducasse; Montevideo 1849–París 1870) sin duda es un poeta difícil. Difícil en un sentido que para los académicos podría significar “oscuro” (poco claro, vago, difícil de comprender, incierto, peligroso). Asimismo se lo ha llamado loco, como se llama loco al ser incomprensible: La locura no se da a entender. La locura tiene sus discursos particulares y cada locura se comunica sin comunicar (al menos, en una primera aproximación), y lo hace (si lo hace) a su manera[1].
     En este ensayo abordaremos el tema de la locura en relación a la obra de este singular poeta; asimismo, hablaremos del acto de escribir, y qué tiene qué ver esto con la comunicación.

La escritura como acto y agresión. Escribir es hacer una lectura a priori, es lo más parecido a leer lo que aún no se ha escrito, o lo que se está escribiendo, o también, escribir lo que uno quisiera leer si en ese momento uno fuera lector en lugar de escritor, y de este modo, anticipándose a la conclusión; es sólo que Lautréamont escribe, al parecer, sin preocuparse de que lo entiendan. Quizá, al igual que Mallarmé, no buscaba ya el reconocimiento general, sino la discusión de su obra[2]. En sus Poesías, y sobre todo en sus Cantos de Maldoror, Lautréamont no se explica, tampoco se justifica, “no aspira a nada, no presiente ningún Soberano Bien, más allá del bien y del mal, no transmite mensaje alguno”[3], y esto es, sin duda, un punto a favor de su obra.
     Y es, probablemente digo, esta ausencia de mensaje, lo que ha llevado a más de uno a considerar al Conde como un autor hermético, oscuro, aunque “acaso no debiera hablarse de oscuridad, sino de una luz un poco turbia [...] que oculta más de lo que manifiesta”[4]. En esos animales extraños, en ese pulpo alado que es a la vez pulpo y vampiro, en esas ventosas que se cierran sobre su presa, se manifiesta un desorden, pero este desorden, este caos[5], digamos esta fantasía, es sólo la mascarada de alguna otra cosa. Quizá de la agresión, si creemos en lo que nos dice Gaston Bachelard, quien redacta una obra bastante ilustrativa sobre este tema[6]. El Conde pretende, y en parte lo logra, agredir a su entorno, su sociedad, su cultura, y su arma de ataque es la escritura. Lástima que no fue leído bastante en su tiempo.

No gusta, no gusta. Uno puede tomar el Maldoror, sentarse, comenzar a leer, cerrar el libro en repudio y asegurar que no tiene sentido, que es el producto de una mente enferma (porque a la locura se le ha asignado un lugar junto a la enfermedad, y quizá el problema radica en que nos lo hemos creído, en que hemos naturalizado esa ridícula creencia). Pero, preguntemos con total honestidad, ¿realmente cuántas veces nos detenemos a reflexionar en torno a la locura, o también en torno a qué significa que algo sea de nuestro gusto o que no lo sea?
     La polémica en torno a la poesía de Ducasse es la misma que se ha formulado en torno a tantos otros, que parecen haber trascendido el lenguaje para ir más allá del lenguaje, o que en apariencia no dicen nada, que no comunican nada a través de su escritura. Lautréamont pertenece a la raza de los Rimbaud, de los Artaud, de los Nerval[7]. Y a todos y cada uno de ellos se los ha llamado locos, porque han resultado incomprensibles para sus primeros lectores, ininteligibles por oscuros, porque no dicen nada. Pero, ¿será así? Esta locura, este mutismo, ¿no serán más bien pura sordera?
     Si la poesía de Lautréamont no dice nada, si no trasmite ningún mensaje ¿cómo es que ha habido algunos que le han escuchado? La voz de su poesía es una voz disonante, un grito y un ruido, un balbuceo, primitivo y puro, y en él radica toda la agresión de Ducasse-Lautréamont-Maldoror. Los que han sabido escuchar estos Cantos, no los han olvidado nunca. En especial, Dadá con Trisan Tzara, así como André Breton y los surrealistas[8].
     ¿Que Lautréamont es incomprensible? Eso depende de cómo se lo lea. Si el lector trata de dar un sentido literal o incluso lírico-metafórico a cada palabra sobre el papel, si pretende una univocidad en los sentidos, en los significados de cada signo, como en alguna clase de esperanto analítico, irremediablemente se perderá en los laberintos de la comunicación imposible, pues “separado de la representación, el lenguaje no existe [...] mas que de un modo disperso; [...] el lenguaje llega a surgir para sí mismo en un acto de escribir que no designa más que a sí mismo”[9].

Otras formas. Ante otro tipo de lenguaje, hace falta otro tipo de comprensión. Ya no se trata de explicar, de afirmar que el autor trataba de comunicar esto o aquello, menos todavía de deducir una enseñanza de lo que se ha leído; comprender entonces será más parecido al amor[10]. Así es como la obra del Conde habla, según sus propias reglas, según su propia gramática, según su nuevo lenguaje; por eso, los autores como Lautréamont no son comprendidos hasta que alguien se formula reglas parecidas, o por lo menos que no le sean del todo contrarias. Poe sólo podía ser comprendido por Baudelaire, que lo amaba. Rimbaud sólo podía ser comprendido por Verlaine, que lo amaba. Ahora queda claro.
     Hay aún algo que decir sobre la locura. Una de sus formas más comunes es la esquizofrenia, o la escisión del yo. Las famosas fórmulas de Nerval (yo soy el otro) y de Rimbaud (yo es otro), en Ducasse sería alguna cosa equivalente esto: Ducasse se borra, deja al Conde de Lautréamont actuar, y el Conde decide borrarse en favor de Maldoror. El lenguaje era una “multiplicidad enigmática” que debía ser dominada, para “devolver a la constricción de una unidad quizá imposible el ser dividido del lenguaje”[11], pero el Conde, seguido no sin reservas de los simbolistas, después (menos defensivamente) Tristan Tzara y los dadaístas, y luego, y sobre todo, los surrealistas, quienes no gustaban de los lugares apretados, le da rienda suelta. Y al hacerlo así, deja (y dejan) que sea la palabra misma quien hable.
     Esta duplicidad (o multiplicidad) del carácter podría haber parecido locura en una época ya pasada, pero a más de 100 años de Psicoanálisis freudiano podemos saber con certeza que todos compartimos, en mayor o menor grado, esa característica, y no se trata de una simple duplicidad maniqueísta bueno-malo, sino de toda una colección de lo que podrían parecer personalidades completas. Afirmaba Carl Jung (freudiano, a pesar de sí mismo) que cada ser humano contiene en sí lo que popularmente se puede designar como “dos personalidades”[12], y no obstante, eso está aún muy lejos de ser una verdadera psicosis. Ducasse es uno, el Conde es otro, y Maldoror otro más, pero al mismo tiempo, se podría establecer esta nueva fórmula: Ducasse es Lautréamont es Maldoror. Igual pasa con cierto poeta portugués. Fernando Pessoa es Alexander Search es Alberto Caeiro es Ricardo Reis es Álvaro de Campos y tantos otros que quizá nunca tuvieron la oportunidad de publicar, siquiera de escribir. Y nadie puede asegurar que la obra poética de Fernando Pessoa (ortónimo) no esté completa sino dividida cuando se conjunta con la de sus heterónimos, ni tampoco lo contrario. No sabemos si se trata de una obra poética o de varias. Podemos tomar partido por una u otra postura, pero no es más que un asunto de fe.

El otro en monte. Y podríamos seguir con este juego de lógica surrealista (por no decir libremente asociativa); podríamos seguir con preguntas y aproximaciones de respuestas: ¿Quién escribe en la obra de Ducasse? No lo sabemos, no hay registro conocido donde se le haya preguntado y él dejara su respuesta; o quizá sí lo sabemos: escribe el Conde, o más concretamente, escribe Maldoror, lo que equivale más o menos a decir que es la palabra en sí la que habla, porque Maldoror es una invención del lenguaje del Conde, quien también era una invención de Ducasse. Pero no hay que olvidar algo que resulta de enorme relevancia: Lautréamont literalmente se traduce como “el otro en monte”; entiéndase así: El otro en Montevideo. De lo poco que se sabe de su biografía, lo más certero es que Isidore Ducasse haya nacido en Montevideo, y fue más tarde que partió a Francia. Ducasse deja que el otro escriba. Ese otro ausente, ese otro que se quedó en Sudamérica. Quizá lo que confundimos con locura no sea sino nostalgia.
     Y seguimos: ¿Qué es la palabra? Ante todo, el medio principal de la comunicación. Comunicación es la clave aquí: ¿Qué comunica la poesía? Antes de dar una aproximación de respuesta, digamos que, por lo general, la palabra comunica la realidad; “la realidad es lo común, pues es lo compartido; [...] el mundo se vuelve plenamente común cuando se comunica por la palabra”[13]. Decimos por lo general, pero en el caso de la poesía, y más en los estilos de poesía turbios, la palabra comunica lo inventado desde ella. “En nuestra experiencia diaria necesitamos decir cosas con la mayor exactitud posible, y hemos aprendido a prescindir de los adornos de la fantasía en el lenguaje y en los pensamientos”[14], aunque es más probable que esos adornos sean aprendidos más tarde. Sin embargo, la poesía no es la experiencia de comunicación diaria; es así que la comunicación se vuelve imposible en los términos propios de la realidad por consenso. La poesía comunica una realidad que le es propia, “y cuando la poesía nos lo hace concebir, nos percatamos que ese mundo no es éste”[15], y no nos queda más que salir huyendo, o aprender a amarlo. Esto parece obvio, mas ¿cuántas veces nos hemos detenido a reflexionarlo? Lo más obvio es lo menos visible, y sólo cuando es señalado aparece su calidad de evidente.
     Alejándonos un poco, podríamos preguntar también: ¿El escritor no se ve acaso como parte de lo que está siendo o ha sido escrito? Maldoror es el Conde es Isidore. Los Cantos de Maldoror son al fin y al cabo las voces de Isidore-Lucien Ducasse. Ello nos remite de inmediato y de vuelta a la locura de este último. Si Ducasse vivía[16] las experiencias de los Cantos de Maldoror, entonces podría ser factible la afirmación de que estaba loco (de acuerdo a lo que en la actualidad entendemos por locura), aunque las experiencias neuróticas (y también las psicóticas, claro está) no son sino manifestaciones exageradas, patológicas en diferentes grados, de los fenómenos psíquicos normales[17], presentes en todos. En el contexto de la obra, en su texto y su realidad, hay una coherencia y unas reglas específicas propias; fuera de ahí, la obra es extraña, y causa extrañeza[18]. Así como es normal ver un tiburón alimentándose en el mar, resulta extraño ver al mismo animal alimentándose en una iglesia. Isidore Ducasse está loco, pero sólo en tanto que la locura significa eso que es diferente y a lo que no aspiramos a comprender. Isidore Ducasse está loco, visto desde la perspectiva del mundo psiquiátrico.
     ¿Que le hemos dado la vuelta a nuestro discurso? Quizá. Y era necesario. Sólo de esta forma podemos esperar un poco de luz clara sobre tanta luz turbia. Y, al fin, ¿quién puede distinguir plenamente entre el ser dividido y el ser múltiple? Pero también se puede invertir el discurso de la locura. En un texto de 1893 sobre Lautréamont[19], cuyo autor se desconoce, se afirma que el autor de los Cantos de Maldoror es en definitiva un loco, un “lúgubre alienado”, pero este mismo autor nos pide recordar que el deus enloquecía a las pitonisas, y que la fiebre divina que padecían los profetas causaba efectos similares, y también sugiere que tengamos en cuenta que el autor vivió esas experiencias, y que su obra no es una obra literaria, sino el grito y el aullido de un “ser sublime martirizado por Satanás”. En tal caso, no podemos diferenciar entre el loco y el poseso, pues ambos terminan siendo lo mismo. Yo es otro. La otredad. La voz profunda del inconsciente[20].
     ¿Estaba loco Lautréamont? ¿Era misántropo Nietzsche? ¿Un oportunista Dalí? ¿Homosexual Lou Reed? ¿Bukowski un borrachín? No tengo una respuesta definitiva. No sé si Ducasse estaba loco, no sé si el Conde estaba loco. Estoy convencido de que Dalí fingía. La locura, hay que reiterarlo, es el reino de todo aquello que no comprendemos, pero elaborado en una fórmula invertida, cuya formulación en la realidad podría no ser otra que ésta: a todo aquello que no comprendemos, todo eso que no tiene sentido según nuestra forma de percibir el mundo (como consenso), lo encasillamos invariablemente bajo la etiqueta de “locura”. Y, de esto no hemos sido capaces de darnos cuenta, a la locura se la encierra no para curarla, no para cuidarla, sino para evitar que dañe la realidad a la que ella no puede o no quiere pertenecer. Este encierro es más bien un exilio. “Muchos precursores [...] fueron víctimas del innato conservadurismo de sus contemporáneos”[21], y se los llamó locos en un intento, a veces tristemente conseguido, de hacerlos callar. Y después de años de meditarlo, aún no consigo hallar un argumento válido que justifique que a alguien se le encierre.

Juicios morales. Si Lautréamont es llamado loco es más bien para restar el valor a su obra (la locura es antisocial, es un término peyorativo, una palabra que se emplea para agredir), y con ello evitar que dañe las obras de los autores que sí han respetado los cánones y las buenas costumbres y al propio establishment. En la época clásica, y de ella proviene la mayor parte de nuestra cultura moderna, la experiencia de la locura se configuró desde el juicio moral. Tal vez a nosotros nos resulte extraño y hasta dudoso, y no obstante la moral jugó un puesto importante en la clasificación de las llamadas psicopatologías[22]. Pensemos por un momento que la obra de Lautréamont nace de un delirio, que lo colocaría en el plano de la locura; la definición de delirio, formulada por los médicos y filósofos de la época clásica, se refiere a la imaginación “perturbada y desviada, la imaginación a medio camino entre el error y la falta, por una parte, y las perturbaciones del cuerpo, por la otra”[23]. A las alucinaciones se las trató de “enfermedades cuyo síntoma principal es una imaginación depravada y errónea”[24]. Estas dos definiciones, muestran claramente el papel que la moral juega en esta organización. El Conde, cuya obra puede considerarse inmoral, tuvo que ser llamado loco por los representantes de la moral y las buenas costumbres de su época para defender el estado de cosas. Sin embargo, también fue llamado precursor y elegido como uno de los suyos por André Breton y los surrealistas. Ellos lo comprendían. Y al hacerlo, fueron los primeros en arrancarle la locura al Conde (no es locura lo que se comprende; no es locura lo que no escandaliza). Ellos fueron sus psiquiatras, sus psicoanalistas y sus psicoterapeutas. Y, de esa manera, permitieron que nosotros descubriéramos la luz detrás del velo de sombras que la ocultaba. Y desde entonces, ya no hay marcha atrás, el Conde de Lautréamont ha sido liberado de su encierro, y ahora es momento de que haga de las suyas.
     En resumen: Ducasse es un loco según la Psiquiatría y la Psicología Clínica ortodoxas, es un poseído demoníaco según la Teología. Pero lo más importante es que, según la poesía, Ducasse es un Iluminado.


[1] Para una mejor lectura sobre el tema de la locura, en un sentido arqueológico, no clínico, ver: Michel Foucault. Historia de la locura en la época clásica. México, FCE. 2002. 2 Volúmenes.
[2] Ver: Pablo Mañé Garzón. “Prólogo”, en: Stéphane Mallarmé. Poesía completa. Barcelona, Ediciones 29. 2004. p. 15.
[3] Marcel Raymond. De Baudelaire al surrealismo. México, FCE. 2002. p. 251.
[4] Michel Foucault. Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas. México, Siglo XXI. p. 295.
[5] No hablo aquí del disorder, que puede traducirse como “desorden” o como “trastorno”, sino de la ausencia de orden o control. Pensemos que si el entorno social pretende ejercer un cierto control sobre sus habitantes, entonces este “caos” puede ser una de las formas de resistencia contra ese control.
[6] Ver: Gaston Bachelard. Lautréamont. México, FCE. 1985.
[7] Marco Antonio Campos. “Introducción”, en: Arthur Rimbaud. Una temporada en el infierno. México, Ediciones Coyoacán. 1999, p. 5.
[8] Sobre la génesis y evolución del Surrealismo, ver: Patrick Waldberg. Dadá: la función del rechazo. El surrealismo: la búsqueda del punto supremo. México, FCE. 2004.
[9] Michel Foucault. Las palabras y las cosas. Op. Cit. p. 296.
[10] Amor: Sentimiento que inclina el ánimo hacia lo que le place. Objeto de cariño especial para alguno.
[11] Michel Foucault. Las palabras y las cosas. Op. Cit. p. 297.
[12] “Acercamiento al inconsciente”, en: Carl G Jung. Et Al. El hombre y sus símbolos. Barcelona, BCU. 2002. p. 20.
[13] Óscar de la Borbolla. “Sobre la esencia de la poesía”, en: Acciones textuales. Revista de teoría y análisis. Año 2, No. 3. México, UAM-Iztapalapa. 1991. p. 69.
[14] Carl G. Jung. Op. Cit. p. 39.
[15] Óscar de la Borbolla. Op. Cit. p. 69.
[16] O, diríamos, vivenciaba; es decir, creía vivir, tenía la certeza de experimentarlas.
[17] Entiendo la normalidad como lo común, como lo que se repite constantemente en la realidad cotidiana y que es compartido por las masas. Recomendable para este punto de vista es revisar el ensayo de Freud Psicología de las masas y el análisis del “yo”.
[18] Ver: cita 1.
[19] Ver: http://www.maldoror.org
[20] Para una mejor comprensión del término “inconsciente” (junto a “pre-consciente” y “conciente”), ver: Sigmund Freud. “Lo inconsciente”, y “Lecciones introductorias al Psicoanálisis” en: Obras Completas (vol. 2). Madrid, Biblioteca Nueva. 2003. pp. 2061-2082 y 2293-2031, respectivamente.
[21] Carl G. Jung. Op. Cit. p. 27.
[22] Ver: Michel Foucault. Historia de la locura en la época clásica. Op. Cit. pp. 306-311.
[23] Citado en: Ibídem. p. 311.
[24] Citado en: Ibídem. p. 309.