Toc-toc / ¿Quién es?
{ o Lautréamont y la Comunicación Imposible }
Si
yo supiera lo que es la poesía,
no
tendría por qué escribirla
—René
Char
Si alguien tiene genio, se
lo
hace pasar por idiota
—Lautréamont;
Canto primero
El
Conde de Lautréamont (Isidore-Lucien Ducasse; Montevideo 1849–París 1870) sin
duda es un poeta difícil. Difícil en un sentido que para los académicos podría
significar “oscuro” (poco claro, vago, difícil de comprender, incierto,
peligroso). Asimismo se lo ha llamado loco, como se llama loco al ser
incomprensible: La locura no se da a entender. La locura tiene sus discursos
particulares y cada locura se comunica sin comunicar (al menos, en una primera
aproximación), y lo hace (si lo hace) a su manera[1].
En este
ensayo abordaremos el tema de la locura en relación a la obra de este singular
poeta; asimismo, hablaremos del acto de escribir, y qué tiene qué ver esto con
la comunicación.
La
escritura como acto y agresión. Escribir es hacer una
lectura a priori, es lo más parecido a leer lo que aún no se ha escrito,
o lo que se está escribiendo, o también, escribir lo que uno quisiera leer si
en ese momento uno fuera lector en lugar de escritor, y de este modo,
anticipándose a la conclusión; es sólo que Lautréamont escribe, al parecer, sin
preocuparse de que lo entiendan. Quizá, al igual que Mallarmé, no buscaba ya el
reconocimiento general, sino la discusión de su obra[2]. En sus Poesías, y sobre todo en sus Cantos de Maldoror,
Lautréamont no se explica, tampoco se justifica, “no aspira a nada, no
presiente ningún Soberano Bien, más allá del bien y del mal, no
transmite mensaje alguno”[3], y esto es, sin duda, un punto a favor de su obra.
Y es, probablemente digo, esta ausencia
de mensaje, lo que ha llevado a más de uno a considerar al Conde como un autor
hermético, oscuro, aunque “acaso no debiera hablarse de oscuridad, sino de una
luz un poco turbia [...] que oculta más de lo que manifiesta”[4]. En esos animales extraños, en ese pulpo alado que es a la vez pulpo y
vampiro, en esas ventosas que se cierran sobre su presa, se manifiesta un
desorden, pero este desorden, este caos[5], digamos esta fantasía, es sólo la mascarada de alguna otra
cosa. Quizá de la agresión, si creemos en lo que nos dice Gaston Bachelard,
quien redacta una obra bastante ilustrativa sobre este tema[6]. El Conde pretende, y en parte lo logra, agredir a su entorno, su
sociedad, su cultura, y su arma de ataque es la escritura. Lástima que no fue
leído bastante en su tiempo.
No gusta, no gusta. Uno puede tomar el Maldoror, sentarse, comenzar a
leer, cerrar el libro en repudio y asegurar que no tiene sentido, que es el
producto de una mente enferma (porque a la locura se le ha asignado un lugar
junto a la enfermedad, y quizá el problema radica en que nos lo hemos creído,
en que hemos naturalizado esa ridícula creencia). Pero, preguntemos con total
honestidad, ¿realmente cuántas veces nos detenemos a reflexionar en torno a la
locura, o también en torno a qué significa que algo sea de nuestro gusto o que
no lo sea?
La polémica
en torno a la poesía de Ducasse es la misma que se ha formulado en torno a
tantos otros, que parecen haber trascendido el lenguaje para ir más allá del
lenguaje, o que en apariencia no dicen nada, que no comunican nada a través de
su escritura. Lautréamont pertenece a la raza de los Rimbaud, de los Artaud, de
los Nerval[7]. Y a todos y cada uno de ellos se los ha llamado locos, porque han
resultado incomprensibles para sus primeros lectores, ininteligibles por
oscuros, porque no dicen nada. Pero, ¿será así? Esta locura, este mutismo, ¿no
serán más bien pura sordera?
Si la
poesía de Lautréamont no dice nada, si no trasmite ningún mensaje ¿cómo es que
ha habido algunos que le han escuchado? La voz de su poesía es una voz
disonante, un grito y un ruido, un balbuceo, primitivo y puro, y en él radica
toda la agresión de Ducasse-Lautréamont-Maldoror. Los que han sabido escuchar
estos Cantos, no los han olvidado nunca. En especial, Dadá con Trisan Tzara,
así como André Breton y los surrealistas[8].
¿Que Lautréamont
es incomprensible? Eso depende de cómo se lo lea. Si el lector trata de dar un
sentido literal o incluso lírico-metafórico a cada palabra sobre el papel, si
pretende una univocidad en los sentidos, en los significados de cada signo,
como en alguna clase de esperanto analítico, irremediablemente se perderá en
los laberintos de la comunicación imposible, pues “separado de la
representación, el lenguaje no existe [...] mas que de un modo disperso; [...]
el lenguaje llega a surgir para sí mismo en un acto de escribir que no designa
más que a sí mismo”[9].
Otras formas. Ante otro tipo de lenguaje, hace falta otro
tipo de comprensión. Ya no se trata de explicar, de afirmar que el autor
trataba de comunicar esto o aquello, menos todavía de deducir una enseñanza de
lo que se ha leído; comprender entonces será más parecido al amor[10]. Así es como la obra del Conde habla, según sus propias reglas, según
su propia gramática, según su nuevo lenguaje; por eso, los autores como
Lautréamont no son comprendidos hasta que alguien se formula reglas parecidas,
o por lo menos que no le sean del todo contrarias. Poe sólo podía ser
comprendido por Baudelaire, que lo amaba. Rimbaud sólo podía ser comprendido
por Verlaine, que lo amaba. Ahora queda claro.
Hay aún algo que decir sobre la locura.
Una de sus formas más comunes es la esquizofrenia, o la escisión del yo. Las
famosas fórmulas de Nerval (yo soy el otro) y de Rimbaud (yo es otro),
en Ducasse sería alguna cosa equivalente esto: Ducasse se borra, deja al
Conde de Lautréamont actuar, y el Conde decide borrarse en favor de Maldoror.
El lenguaje era una “multiplicidad enigmática” que debía ser dominada, para
“devolver a la constricción de una unidad quizá imposible el ser dividido del
lenguaje”[11], pero el Conde, seguido no sin reservas de los simbolistas, después
(menos defensivamente) Tristan Tzara y los dadaístas, y luego, y sobre todo,
los surrealistas, quienes no gustaban de los lugares apretados, le da
rienda suelta. Y al hacerlo así, deja (y dejan) que sea la palabra misma quien
hable.
Esta duplicidad (o multiplicidad) del
carácter podría haber parecido locura en una época ya pasada, pero a más de 100
años de Psicoanálisis freudiano podemos saber con certeza que todos
compartimos, en mayor o menor grado, esa característica, y no se trata de una
simple duplicidad maniqueísta bueno-malo, sino de toda una colección de
lo que podrían parecer personalidades completas. Afirmaba Carl Jung (freudiano,
a pesar de sí mismo) que cada ser humano contiene en sí lo que popularmente se
puede designar como “dos personalidades”[12], y no obstante, eso está aún muy lejos de ser una verdadera psicosis.
Ducasse es uno, el Conde es otro, y Maldoror otro más, pero al mismo tiempo, se
podría establecer esta nueva fórmula: Ducasse es Lautréamont es Maldoror.
Igual pasa con cierto poeta portugués. Fernando Pessoa es Alexander Search es
Alberto Caeiro es Ricardo Reis es Álvaro de Campos y tantos otros que quizá
nunca tuvieron la oportunidad de publicar, siquiera de escribir. Y nadie puede
asegurar que la obra poética de Fernando Pessoa (ortónimo) no esté completa
sino dividida cuando se conjunta con la de sus heterónimos, ni tampoco lo
contrario. No sabemos si se trata de una obra poética o de varias. Podemos
tomar partido por una u otra postura, pero no es más que un asunto de fe.
El otro en monte. Y
podríamos seguir con este juego de lógica surrealista (por no decir
libremente asociativa); podríamos seguir con preguntas y aproximaciones de
respuestas: ¿Quién escribe en la obra de Ducasse? No lo sabemos, no hay
registro conocido donde se le haya preguntado y él dejara su respuesta; o quizá
sí lo sabemos: escribe el Conde, o más concretamente, escribe Maldoror, lo que
equivale más o menos a decir que es la palabra en sí la que habla,
porque Maldoror es una invención del lenguaje del Conde, quien también era una
invención de Ducasse. Pero no hay que olvidar algo que resulta de enorme
relevancia: Lautréamont literalmente se traduce como “el otro en monte”;
entiéndase así: El otro en Montevideo. De lo poco que se sabe de su biografía,
lo más certero es que Isidore Ducasse haya nacido en Montevideo, y fue más
tarde que partió a Francia. Ducasse deja que el otro escriba. Ese otro
ausente, ese otro que se quedó en Sudamérica. Quizá lo que confundimos
con locura no sea sino nostalgia.
Y seguimos: ¿Qué es la palabra? Ante todo,
el medio principal de la comunicación. Comunicación es la clave aquí: ¿Qué
comunica la poesía? Antes de dar una aproximación de respuesta, digamos que,
por lo general, la palabra comunica la realidad; “la realidad es lo común, pues
es lo compartido; [...] el mundo se vuelve plenamente común cuando se comunica
por la palabra”[13]. Decimos por lo general, pero en el caso de la poesía, y más en
los estilos de poesía turbios, la palabra comunica lo inventado
desde ella. “En nuestra experiencia diaria necesitamos decir cosas con la mayor
exactitud posible, y hemos aprendido a prescindir de los adornos de la fantasía
en el lenguaje y en los pensamientos”[14], aunque es más probable que esos adornos sean aprendidos más tarde. Sin
embargo, la poesía no es la experiencia de comunicación diaria; es así que la
comunicación se vuelve imposible en los términos propios de la realidad por
consenso. La poesía comunica una realidad que le es propia,
“y cuando la poesía nos lo hace concebir, nos percatamos que ese mundo no es
éste”[15], y no nos queda más que salir huyendo, o aprender a amarlo. Esto parece
obvio, mas ¿cuántas veces nos hemos detenido a reflexionarlo? Lo más obvio es
lo menos visible, y sólo cuando es señalado aparece su calidad de evidente.
Alejándonos un poco, podríamos preguntar también: ¿El escritor no se ve
acaso como parte de lo que está siendo o ha sido escrito? Maldoror es el Conde
es Isidore. Los Cantos de Maldoror son al fin y al cabo las voces de
Isidore-Lucien Ducasse. Ello nos remite de inmediato y de vuelta a la locura de
este último. Si Ducasse vivía[16] las experiencias de los Cantos de Maldoror, entonces podría ser
factible la afirmación de que estaba loco (de acuerdo a lo que en la actualidad
entendemos por locura), aunque las experiencias neuróticas (y también las
psicóticas, claro está) no son sino manifestaciones exageradas, patológicas
en diferentes grados, de los fenómenos psíquicos normales[17], presentes en todos. En el contexto de la obra, en su texto y su
realidad, hay una coherencia y unas reglas específicas propias; fuera de ahí,
la obra es extraña, y causa extrañeza[18]. Así como es normal ver un tiburón alimentándose en el mar,
resulta extraño ver al mismo animal alimentándose en una iglesia. Isidore
Ducasse está loco, pero sólo en tanto que la locura significa eso que es
diferente y a lo que no aspiramos a comprender. Isidore Ducasse está loco,
visto desde la perspectiva del mundo psiquiátrico.
¿Que le hemos dado la vuelta a nuestro
discurso? Quizá. Y era necesario. Sólo de esta forma podemos esperar un poco de
luz clara sobre tanta luz turbia. Y, al fin, ¿quién puede distinguir plenamente
entre el ser dividido y el ser múltiple? Pero también se puede invertir el discurso
de la locura. En un texto de 1893 sobre Lautréamont[19], cuyo autor se desconoce, se afirma que el autor de los Cantos de
Maldoror es en definitiva un loco, un “lúgubre alienado”, pero este mismo autor
nos pide recordar que el deus enloquecía a las pitonisas, y que la
fiebre divina que padecían los profetas causaba efectos similares, y también
sugiere que tengamos en cuenta que el autor vivió esas experiencias, y que su
obra no es una obra literaria, sino el grito y el aullido de un “ser
sublime martirizado por Satanás”. En tal caso, no podemos diferenciar entre el
loco y el poseso, pues ambos terminan siendo lo mismo. Yo es otro. La otredad.
La voz profunda del inconsciente[20].
¿Estaba
loco Lautréamont? ¿Era misántropo Nietzsche? ¿Un oportunista Dalí? ¿Homosexual
Lou Reed? ¿Bukowski un borrachín? No tengo una respuesta definitiva. No sé si
Ducasse estaba loco, no sé si el Conde estaba loco. Estoy convencido de que
Dalí fingía. La locura, hay que reiterarlo, es el reino de todo aquello que no
comprendemos, pero elaborado en una fórmula invertida, cuya formulación en la
realidad podría no ser otra que ésta: a todo aquello que no comprendemos, todo
eso que no tiene sentido según nuestra forma de percibir el mundo (como
consenso), lo encasillamos invariablemente bajo la etiqueta de “locura”. Y, de
esto no hemos sido capaces de darnos cuenta, a la locura se la encierra no para
curarla, no para cuidarla, sino para evitar que dañe la realidad a la que ella
no puede o no quiere pertenecer. Este encierro es más bien un exilio. “Muchos
precursores [...] fueron víctimas del innato conservadurismo de sus
contemporáneos”[21], y se los llamó locos en un intento, a veces tristemente conseguido, de
hacerlos callar. Y
después de años de meditarlo, aún no consigo hallar un argumento válido que
justifique que a alguien se le encierre.
Juicios morales. Si Lautréamont es llamado loco es más bien para
restar el valor a su obra (la locura es antisocial, es un término peyorativo,
una palabra que se emplea para agredir), y con ello evitar que dañe las
obras de los autores que sí han respetado los cánones y las buenas
costumbres y al propio establishment.
En la época clásica, y de ella proviene la mayor parte de nuestra cultura
moderna, la experiencia de la locura se configuró desde el juicio moral. Tal
vez a nosotros nos resulte extraño y hasta dudoso, y no obstante la moral jugó
un puesto importante en la clasificación de las llamadas psicopatologías[22]. Pensemos por un momento que la obra de Lautréamont nace de un delirio,
que lo colocaría en el plano de la locura; la definición de delirio, formulada
por los médicos y filósofos de la época clásica, se refiere a la imaginación
“perturbada y desviada, la imaginación a medio camino entre el error y la
falta, por una parte, y las perturbaciones del cuerpo, por la otra”[23]. A las alucinaciones se las trató de “enfermedades cuyo síntoma
principal es una imaginación depravada y errónea”[24]. Estas dos definiciones, muestran claramente el papel que la moral
juega en esta organización. El Conde, cuya obra puede considerarse inmoral,
tuvo que ser llamado loco por los representantes de la moral y las buenas
costumbres de su época para defender el estado de cosas. Sin embargo, también
fue llamado precursor y elegido como uno de los suyos por André Breton y los
surrealistas. Ellos lo comprendían. Y al hacerlo, fueron los primeros en
arrancarle la locura al Conde (no es locura lo que se comprende; no es locura
lo que no escandaliza). Ellos fueron sus psiquiatras, sus psicoanalistas y sus
psicoterapeutas. Y, de esa manera, permitieron que nosotros descubriéramos la
luz detrás del velo de sombras que la ocultaba. Y desde entonces, ya no hay
marcha atrás, el Conde de Lautréamont ha sido liberado de su encierro, y ahora
es momento de que haga de las suyas.
En
resumen: Ducasse es un loco según la Psiquiatría y la Psicología Clínica
ortodoxas, es un poseído demoníaco según la Teología. Pero lo más importante es
que, según la poesía, Ducasse es un Iluminado.
[1] Para una mejor lectura sobre el tema
de la locura, en un sentido arqueológico, no clínico, ver: Michel Foucault. Historia
de la locura en la época clásica. México, FCE. 2002. 2 Volúmenes.
[2] Ver: Pablo Mañé Garzón. “Prólogo”,
en: Stéphane Mallarmé. Poesía completa. Barcelona, Ediciones 29. 2004.
p. 15.
[3] Marcel Raymond. De Baudelaire al
surrealismo. México, FCE. 2002. p. 251.
[4] Michel Foucault. Las palabras y
las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas. México, Siglo XXI. p.
295.
[5] No hablo aquí del disorder,
que puede traducirse como “desorden” o como “trastorno”, sino de la ausencia de
orden o control. Pensemos que si el entorno social pretende ejercer un cierto
control sobre sus habitantes, entonces este “caos” puede ser una de las formas
de resistencia contra ese control.
[6] Ver: Gaston Bachelard. Lautréamont.
México, FCE. 1985.
[7] Marco Antonio Campos.
“Introducción”, en: Arthur Rimbaud. Una
temporada en el infierno. México, Ediciones Coyoacán. 1999, p. 5.
[8] Sobre la génesis y evolución del
Surrealismo, ver: Patrick Waldberg. Dadá: la función del rechazo. El
surrealismo: la búsqueda del punto supremo. México, FCE. 2004.
[9] Michel Foucault. Las palabras y
las cosas. Op. Cit. p. 296.
[10] Amor: Sentimiento que inclina el
ánimo hacia lo que le place. Objeto de cariño especial para alguno.
[11] Michel Foucault. Las palabras y
las cosas. Op. Cit. p. 297.
[12] “Acercamiento al inconsciente”, en:
Carl G Jung. Et Al. El hombre y sus
símbolos. Barcelona, BCU. 2002. p. 20.
[13] Óscar de la Borbolla. “Sobre la
esencia de la poesía”, en: Acciones textuales. Revista de teoría y análisis.
Año 2, No. 3. México, UAM-Iztapalapa. 1991. p. 69.
[14] Carl G. Jung. Op. Cit. p. 39.
[15] Óscar de la Borbolla. Op. Cit.
p. 69.
[16] O, diríamos, vivenciaba; es decir,
creía vivir, tenía la certeza de experimentarlas.
[17] Entiendo la normalidad como lo común,
como lo que se repite constantemente en la realidad cotidiana y que es
compartido por las masas. Recomendable para este punto de vista es revisar el
ensayo de Freud Psicología de las masas y el análisis del “yo”.
[18] Ver: cita 1.
[19] Ver: http://www.maldoror.org
[20] Para una mejor comprensión del
término “inconsciente” (junto a “pre-consciente” y “conciente”), ver: Sigmund
Freud. “Lo inconsciente”, y “Lecciones introductorias al Psicoanálisis” en: Obras
Completas (vol. 2). Madrid, Biblioteca Nueva. 2003. pp. 2061-2082 y
2293-2031, respectivamente.
[23] Citado en: Ibídem. p. 311.
[24] Citado en: Ibídem. p. 309.
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