diciembre 13, 2012

Triángulos infernales



Triángulos infernales

Lucía le devolvió la mirada. Eso le dio el valor de hablarle. Gerardo visitaba Teotihuacán con cada cambio de estación, excepto durante el paso de la primavera al verano que era redundante. No realizaba esas visitas por seguir alguna moda de la nueva era o alguna otra tomadura de pelo, pero su padre lo hacía, y su abuelo antes que él. Podría decirse que era una tradición familiar, un ritual más difícil de terminar que un trauma infantil.
     Se encontraba de pie sobre la cúspide de la pirámide, en sus brazos reposaba Marlene, su hija, quien miraba todo aquello sin asombro, con la aceptación fría de los niños pequeños. Gerardo miraba el paisaje, no había nada que le importara más que Marlene, con sus ojos y su cabello de un negro plácido y brillante y con su tranquilidad perfecta. Y fue cuando vio a Lucía. La reconoció aun cuando habían transcurrido ya veinte años desde la última vez que la había visto, en aquella fiesta de graduación dela primaria.
     Cuando se le acercó y le dio un abrazo con aquella superioridad moral que tienen las niñas que se saben deseadas, Gerardo supo que serían novios. Pero un día después, cuando fue consciente de que no tenía manera de localizarla, pues no tenía su número telefónico ni conocía su dirección, reconoció con un aguijonazo de tristeza que no la vería otra vez. Y tal vez fue ese día, ese día preciso, que Gerardo pasó de la infancia a la adolescencia, ese día con ese primer contacto con el dolor y la decepción propias del mundo de los adultos.
     La miró y ella le devolvió la mirada. No sabía si ella lo había reconocido también. Lucía igual que hacía dos décadas, excepto que era completamente distinta. Ya no era la niña pelirroja de ojos verdes y con esa mirada como caballos desbocados y sonrisa de cerezas. Su cabello era más oscuro, casi negro, sus labios estaban pálidos y delgados, sólo la alocada llamarada de sus ojos seguía intacta. Pero la reconoció en el acto. Y seguía tan hermosa como entonces. Miró su vestido de una pieza, sus zapatos impersonales y las medias verdes que hacían juego con los ojos.
     “Vaya”, pensó, “siempre la imaginé con la falda y el suéter de la escuela, o cuando mucho con aquel horroroso vestido rosa que la hicieron usar en la fiesta de graduación”.
     —Lucía —dijo.
     —Gerardo.
     Así que también ella recordaba. ¿Es tu hija? ¿Cómo se llama? ¡Que bonito nombre! Conversaron durante algunos minutos, intercambiaron correos electrónicos y se prometieron mantenerse en contacto.
     Se despidió con un beso en la mejilla que Gerardo contestó con una sonrisa y un hasta luego un poco torpe.
     —¿Por qué tan feliz, tú? —preguntó Berenice cuando Gerardo se presentó en el restaurante donde ella lo esperaba.
     Berenice no era ninguna entusiasta del ejercicio, eso era evidente con tan sólo verla. Subir la pirámide le resultaba menos atractivo que estar varada en el tráfico de la ciudad de la esperanza, incluso pensaba que la afición de su esposo era algo tonta. Pero lo aceptaba con sus tonterías, pues lo amaba, lo amaba a pesar de que desde la llegada de Marlene a sus vidas, haría entonces unos seis meses, él no la había vuelto a tocar, pues toda su atención recaía en la niña.
     —Es normal que estés celosa —le explicaba su amiga—. Los hombres y las hijas siempre tienen un lazo especial. Nada más acuérdate de tu relación con tu papá.
     —Mi padre abusó de mí —replicó.
     —Ok. Fue un mal ejemplo. Pero seguramente has escuchado hablar del Complejo de Edipo.
     —Pero Edipo es un hombre que se acuesta con su madre, no se trata de una niña y…
     —Eso da igual. Freud explica que el Complejo de Edipo se trata del amor de un niño por el padre del sexo opuesto al suyo. Jung habla de otras cosas, pero es un charlatán, no le prestes atención, mejor…
     Lo que le preocupaba era el haberse dado cuenta de que en ocasiones tenía pensamientos negativos en contra de Marlene. Se había sorprendido, como se sorprende en el acto a un ladrón, pensando que sin la presencia de Marlene, Gerardo sólo tendría ojos y oídos para ella. Temía que esas ideas pudieran ser peligrosas y se obligó a desecharlas, a esforzarse por ignorar sus celos que no le parecían tan ridículos, a darle tiempo a Gerardo, después de todo ése había sido su sueño desde la juventud, tener una hija. Era lo más normal del mundo que ahora estuviera tan fascinado por aquella criatura.

—En el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo —recitó Berenice, mecánicamente, moviendo la mano como quien hace pases mágicos.
     —Amén —contestó Marlene, besando la mano de su madre.
     En la cama, Gerardo leí aun libro. Berenice se desnudó y se metió junto a él.
     —¿Qué estás leyendo?
     —Cien años de soledad.
     —¿Está  bueno?
     —No le estoy entendiendo bien, todos se llaman Aureliano.
     —¿Es mexicano?
     —Colombiano.
     —¡Ah!
     Gerardo puso el libro sobre el mueble, se quitó los lentes y se acostó. Berenice o abrazó. Luego besó su cuello, su rostro, pero Gerardo la apartó.
     —Estoy cansado. Mañana me levanto temprano.
     Berenice, humillada, no contestó. Se cubrió el rostro con las cobijas y fue incapaz de contener el llanto: primero fue un murmullo, unos sonidos como una risita burlona, iiiiii, luego vino la respiración entrecortada.
     —¿Qué tienes? —preguntó Gerardo.
     En sus años de casados, nunca la había visto llorar. No sabía qué hacer, qué decirle. ¿La debía abrazar? ¿Debía dejarla sola? ¿Hablarle?
     —¿Qué tienes? —preguntó.
     —¿Te estás acostando con Lucía?
     A partir de su encuentro en las pirámides, Lucía se había vuelto una presencia recurrente en las vidas de Gerardo y Marlene y Berenice. Berenice notó que Gerardo ya no dedicaba el cien por ciento de su atención a Marlene, sino que se había vuelto más equitativo. Al principio le parecía un milagro, una bendición, un premio de parte de Dios por haber sido una buena esposa. Tal vez gracias a esa mujer, a esa amiga de su esposo, él volvía a prestarle algo de tención. Incluso volvía a tocarla, volvían a hacer el amor.
     Pero entre menor atención le dedicaba a su hija, más requería Lucía, y pronto no fue suficiente, tuvo que darle la que le correspondía a ella, a Berenice. Al menos una vez por semana, Gerardo no llegaba a la casa después de ir a trabajar. Berenice fingía no darse cuenta. Pero luego, cuando Gerardo comenzó a leer, Berenice tenía que hacer un enorme esfuerzo para no llorar o reñirle, para no reclamarle por su falta de interés hacia su propia familia. “Además ya estoy vieja, fea. Y él es tan bueno”.
     —Tienes una hija, una familia —le reclamó Berenice.
     Y Gerardo, puesto al descubierto, se sintió acorralado, pero siguió en silencio.
     —No lo niegas —la voz de Berenice era un susurro más débil que cualquier excusa que él pudiera ofrecer.
     Gerardo se levantó, se vistió y se calzó. Se puso su chamarra de piel de víbora, “símbolo de mi creencia en la libertad persona”, solía decir. Berenice lo vio a travesar la habitación, cruzar la puerta, escuchó luego el motor al encenderse y percibió la distancia cada vez mayor entre ella y su esposo.

Le devolvió el libro. En realidad lo arrojó sobre el sillón.
     —¿Ya lo terminaste?
     —No.
     —¿No te gustó? —preguntó, alarmada y ligeramente herida. Le parecía inconcebible que hubiera alguien que no sintiera amor por la obra de Márquez.
     —Olvida eso —dijo él—. Berenice ya sabe.
     Lucía no se inmutó. Tomó el libro con ambas manos, lo sacudió el invisible polvo, colocó el separador en una taza de la que asomaban separadores de colores y diseños variados, colocó el libro dentro de un anaquel, junto a sus hermanos, el Quijote y La divina comedia.
     Gerardo sabía que en la existencia de Lucía é no era sino un mero accesorio, que jamás ocuparía un lugar especial como aquellos tres libros. Lo sabía desde el día después de la graduación.
     —¿Puedo quedarme? —preguntó, y su voz era una súplica, era un dolor manifiesto.
     —Sí, quédate.
     Aquella noche no hicieron el amor. “¿Amor?”, se dijo Lucía burlona y un poco injusta, “no hay amor aquí, sólo cogemos de vez en cuando”. Estaba consciente de que Gerardo amaba a Berenice y a Marlene y de que él jamás las dejaría para estar con ella, por eso le prestaba sus libros. Él era un oficinista, qué podía saber de literatura. Pero él parecía haber entendido y hasta disfrutado algunos de esos libros. Y no soportaba verlo así, abatido, sin vida, él que era tan jovial. Y lo amaba. Sí, lo amaba, ¿por qué no? Después de todo, Gerardo era el único hombre que no la buscaba sólo para tener sexo. Había sexo, claro, pero no era lo único que había entre ellos.
     Aquellas tres semanas que le tomó preparar su examen profesional, él estuvo al pie del cañón. Le preparaba el café y compraba la cena, le ayudaba a ordenar sus papeles y a buscar referencias en montones de libros. Y aunque no se quedaba adormir más que una o dos veces por semana, casi todas las noches de aquellas tres semanas, se daba un tiempo para visitarla y hacerle más ligero el trabajo de hacerse doctora en letras clásicas.
     No, no soportaba verlo así, debía hacer algo por él, lo que fuera. Incluso terminar su amorío, para que él pudiera volver con su familia, a la que amaba sobre todas las cosas.
     Lucía se quedó dormida, pensando en él, en Marlene, en Berenice. Sobre todo con Berenice. Cuando despertó Gerardo ya no estaba ahí.

Encontró la puerta abierta. Ese olor que lo llenaba todo. Sin atreverse a encender la luz. Olor a oscuridad y silencio. Era todo lo que había. Oscuridad y silencio. Tropezó con algo y no pudo evitar caer ni el ruido subsecuente. Manos empapadas. Ese olor oscuro y callado. La sangre. ¿Con qué tropezó?
     —Lo hice por ti —dijo aquella muñeca de pie frente a él, chorreada en sangre y voz descompuesta. Alguien debería cambiarle las pilas.
     ¿Quién llamó a la ambulancia? Alguien llamó a la ambulancia, alguien lo hizo. Un vecino. Un vecino curioso que pasaba por ahí y escuchó los gritos, un vendedor de puerta en puerta que vio la puerta abierta y creyó que era su oportunidad. Alguien lo hizo.

Los paramédicos encontraron a Gerardo inmóvil, de pie en el centro de la sala, cubierto de costras de sangre. Sangre seca. Y el olor. En sus brazos descansaba el cuerpo mutilado, “hemorragia bonita de tierna chiquita”, el cuerpo roto de una niña, que dormía con esa calma fría de los cadáveres.
     En la habitación dormía Berenice, sin respirar, con la garganta rebosante.
     Cuando la policía lo interrogó sobre la identidad y el paradero de la asesina, pues entonces ya se sabía quién era la responsable de aquello, Gerardo se limitó a sonreír con tristeza, y después dijo:
     —Le pedí que se fuera, que me dejara estar con mi familia. Amo a mi familia. Amo a mi esposa y a mi hija, ¿sabe? Mi hija se llama Marlene y en dos semanas es su cumpleaños. Las amo.
     Y ella se había ido.

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