Un café malo
Pero, con rumbo a un poste,
Llega de prisa, malo y aterido,
Un negro Angelote de vacila
Luego de comer demasiada yuyuba.
—Rimbaud
Estoy en la mesa bebiendo café
malo mientras espero al diablo. Dijo que vendría y no tengo razones para no creerle.
El café está frío. Debí pedirlo con menta.
Vierto más azúcar en él. Leo unos poemas de Rimbaud y observo la fotografía del
niño en el llavero-portarretratos que encontré sobre la mesa. Una muchacha
bonita platica animadamente con una muchacha fea. Ríen. Es la risa sonora de la
gente vulgar. La alegría es siempre algo vulgar.
El café se ha terminado. Pido otro. Las
tripas me avisan que debo hacer espacio si quiero meterles algo más. Salgo del
café sin pagar y camino en busca de un baño. Indago. Pero ningún comercio
permite a los clientes hacer uso de los baños.
Le pregunto al puerco de tránsito si él no
sabría dónde encontrar un baño público, pero los puercos no saben nada, por eso
son puercos y no, digamos, trabajadores honestos.
A lo lejos, detecto la presencia de una
plaza comercial. Al centro de ella, como la mansión de un gran señor feudal, se
levanta un Soriana.
Pago los 3.50 que cobran por cagar y cago.
Y mientras lo hago, leo un par de poemas. En el muro de plástico escribo: “Ha
llegado el tiempo de los asesinos revisited”.
Vuelvo al café a paso lento. Ya no había
urgencia. Sobre mi mesa, la fotografía del niño permanece intacta. Me siento. Traen
café, bebo y lamento no pedir mi café con menta y leo algunos poemas mientras sigo
esperando la llegada del diablo. Dijo que vendría y no tengo razones para no
creerle.