El viajero
Como disculpa por confundirlo con un anarquista y mantenerlo
incomunicado durante 72 horas, el Gobierno del Distrito Federal entregó al
holandés un boleto para viajar en autobús a cualquier destino, válido desde ya.
Por una minucia burocrática en la que nadie reparó, el contrato de gratuidad
especificaba que el boleto tenía validez indeterminada, siempre y cuando fuera
usado al menos una vez cada 24 horas. Pero no importaba, sería necesaria viajar
a diario para hacer uso de las bondades del boleto.
El holandés
abordó un autobús y se marchó rumbo a Chiapas, que tanto ansiaba conocer. Trató
de dormir, pero el traqueteo de la unidad no le permitió hacerlo. Leyó el
contrato y se le ocurrió una locura. En la primera escala, cuando todos bajaos
a beber algo y a orinar, él bajó su maleta y, después de comer y caminar un
poco por aquel pueblito cuyo nombre no logró leer, abordó otro autobús. El
contrato, el boleto y la carta firmada por el alcalde le dieron luz verde. El
nuevo viaje duró varias horas, llegó sólo dios sabe cómo a Cuernavaca. Se
hospedó por una noche. Al amanecer remprendió el viaje. Otro autobús, otro
pueblo, otra comida, otro paisaje.
La locura
del holandés preocupa un poco a los burócratas, pero se les olvida a la hora de
la comida. Ya van tres meses que el holandés vive de viajar. Incluso salió en
televisión, pero nadie consiguió interpretar sus palabras. Al parecer dijo que
siempre había sido un “don nadie”, y que ahora al menos era un “don nadie con
un boleto infinito”, y que iba a sacarle todo el jugo que pudiera.
Probablemente dijo algo distinto, pero Televisa no cuenta con intérpretes
adecuados emplazados en Laredo, donde fue la entrevista.
Las
leyendas crecen alrededor de la figura fantasmal del holandés. Incluso se habla
de ofrecerle un contrato para promocionar el turismo en México, pero él se muestra
elusivo y poco interesado. Los burócratas piensan que tarde o temprano se le
agotará el dinero y tendrá que volver a su país o asentarse en algún lugar.
Pero cada lugar que visita le abre sus puertas y la comida fluye gratis. El
hospedaje no es ningún problema, allá donde no consigue que lo dejen quedarse
en algún cobertizo, simplemente se sube al primer autobús que consigue y duerme
en él (ya se acostumbró a los baches). Y en muchos pueblos hay ríos y huertos
donde puede asearse y conseguir alimentos fácilmente. Incluso ha aprendido a
decir algunas cosas en español, como “pinches gringos locos” y “¡Viva la
revolución! ¡Viva Zapata!”, que le han granjeado la amistad en casi todos
lados. Supongo que el holandés continuará así durante el tiempo que le tome
conocer cada rincón del país, si es que no lo matan en algún retén del
ejército.