Se ha dicho varias veces que El bosque de los prodigios (2007), de René Avilés Fabila, es una obra singular, insólita y afortunada, una rareza en las letras, no sólo nacionales, sino en castellano, en donde no es tan habitual el género fantástico (aunque, como en todo, hay grandes excepciones). El mismo René, con su acostumbrado buen humor, mezcla de cinismo e inocencia, dedica algunos elogiosos adjetivos a su libro: magistral, soberbio, genial (esto, en la presentación que se hizo del libro en la XXIX Feria Internacional del Libro del Palacio de Mineria; Ciudad de México). Pero lo que en la mayoría de autores no sería otra cosa que una muestra de pedantería, o en el mejor de los casos, una farsa, en René se trata más un juego, un doble sentido. Por una parte, no parece que él mismo esté totalmente convencido de lo que ha expresado, porque si algo tiene nuestro autor, es humildad, y no parece que esté dispuesto a aceptar que alguna, la que sea, de sus creaciones, pudiera convertirse en obra maestra; por otra parte, es evidente su profundo amor por lo que hace, y cuando alguien ama, ese objeto amoroso se convierte ante nuestros ojos en algo sublime, que merece todos los elogios. Estoy seguro de que Einstein sabía que él era, probablemente, el hombre más inteligente del mundo; reconocerlo, eso se llama sinceridad; hacer de cuenta que no es así, eso es de pusilánimes.
Se ha dicho, también, que El bosque de los prodigios es un libro de enorme erudición, y en la misma medida, de enorme imaginación. Es cierto. En su gestación tuvo presencia un profundo escudriñamiento, una amplia investigación en torno a la fauna mesoamericana; para ello, recurrió a los textos de algunos autores, como Bernal Díaz del Castillo, fray Bernardino de Sahagún o Hernán Cortés (no está de más echar un vistazo a sus Cartas de Relación). Hay datos precisos y totalmente reales en estos seres portentosos que pueblan este bosque. Pero el dato real no es lo que predomina, ni tampoco es el espacio más adecuado desde el cual habrá de leerse este libro. La mayor parte de la obra se construye a partir de la invención pura; en otras palabras, es un texto de ficción.
Muchos lectores estarán tentados a descubrir cuáles elementos de los que conforman El bosque de los prodigios son reales y cuáles son imaginarios. Pero no tiene caso, no hay necesidad de eso. El libro tendría más bien que ser leído para disfrutarse, y no para aprender, aunque no niego un aprendizaje posible, tras el recorrido de esta obra; quiero decir que, si uno pone atención, podrá darse cuenta de que si bien estos maravillosos animales habitan las páginas de este bosque, el hombre aparece allí como una sombra furtiva, que con su exacerbado narcisismo (se cree animal superior), decide quién y qué puede vivir, y quién y qué, no. Pero esta no es una nueva enseñanza, simplemente se trata de una reafirmación (aunque no creo que ello fuera una pretensión de RAF). Así que la sugerencia es no buscar una cualidad moralizante en este texto, sino goce y disfrute, y algunas risas; pero no la estúpida risa de los ángeles, como diría Milan Kundera, sino esa otra risa más profunda e intelectual, esa risa irónica del que se da cuenta de la vacuidad de la existencia, y comienza a sacarle el mejor provecho.
Porque algo que no se ha dicho, al menos no tan abundantemente, sobre El bosque de los prodigios, es que se trata de un libro divertido, humorístico. Pero que el lector no se asuste con esta palabra; el auténtico humor no es el chiste fácil de las conversaciones entre amigos, en una fiesta inocua; el humorismo, como en Jonathan Swift, es una de las creaciones del intelecto y la astucia que permiten al hombre acceder al conocimiento del ser, pues la risa hace de la investigación humana algo más blando y manejable. Aquí, me gustaría añadir, tal vez un poco con calzador, las palabras que RAF dedicó al enorme poeta Otto-Raúl González (1921-2007), refiriéndose a “que nunca en un continente trágico y solemne ha perdido el sentido del humor, (y) que escribe a veces con aires de fina y elegante ironía”[1]. Es por ese sendero, quizá, por donde más convenga entrar a este bosque encantado y encantador.
A manera de conclusión, El bosque de los prodigios, muestra lo que posiblemente sea la mejor faceta de nuestro autor, la del narrador fantástico y de ingenio. El propio RAF ha afirmado en más de una ocasión que, de su trabajo literario, el género fantástico es el que él prefiere. Siendo así, que sirva este breve comentario como una invitación al viaje, a través de esta floresta de prodigios sin igual, y si al lector le gusta la experiencia, deseará acudir al resto de la obra fantástica de RAF, afortunadamente reunida bajo el título de Fantasías en Carrusel, en dos volúmenes, así como al libro-hermano del que nos ocupa: Los animales prodigiosos.
[1] René Avilés Fabila. “Homenaje en Bellas Artes a Otto-Raúl González”, en: Universo del Búho. México, año 8, num. 87, julio de 2007.
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.
1 comentario:
interesante reflexión en torno a uno de los escritores más importantes mexicanos.
Publicar un comentario