«Tu cuerpo ya no me produce placer alguno. En esta carta quiero deshacerme de ti. Tú eres lo que me ha destruido, no la soledad. La amarga leche del sol. Así es como te imaginé. Las tristes lágrimas de las estrellas. Así conjuré tu nombre. La oxidada maquinaria del amor. A esto se ha reducido todo lo que siempre había deseado, toda la felicidad que se quedó atascada en un engrane mal aceitado. Las amargas frutas del recuerdo. Pero no pienso probarlas nunca más. Yo no soy capaz de seguir viviendo bajo el mismo techo que tu cuerpo.»
El hombre que escribía así, dio un respiro y se secó las lágrimas. No es fácil reconocer que has dejado de amar al amor de tu vida. Pero cuando algo que se ha mantenido oculto, inconsciente durante tanto tiempo, salta de pronto a la vista, no hay marcha atrás; sólo quedan unos pocos caminos.
Ella, hacía varios meses que estaba muerta. Eso no importó para que él la siguiera amando. El amor no acaba con la aparición intempestiva de la muerte; crece. Y saca las garras para aferrarse con fiereza a la carne de su portador.
La ausencia del ser amado prolonga ese amor, lo alimenta. Su cuerpo yace sobre la cama, sin vida, sin movimiento, sólo cuerpo y nada más. Él lo mira y cada noche trata de amarlo con desesperación, pero ese cuerpo sólo es ausencia y silencio. Y así es mejor, porque cuando está vivo, el amor te desgasta, te succiona hasta la última gota de juventud y te vuelve viejo en pocos años.
Toma aquel cuerpo entre sus brazos y lo arrastra por la casa. Lo lleva al patio y cava un agujero, donde lo deposita. Y él cree que se ha liberado de él. Cansado, se va a dormir. Cuando abre los ojos, el cuerpo de su amante muerta lo abraza bajo las sábanas. La mira y la insulta, pero ella no escucha, ella ya hace un tiempo que está muerta. Y él se levanta, se acerca al escritorio lleno de hojas y manchas de tinta, y escribe. Alguna cosa sobre la oxidada maquinaria del amor, puros sinsentidos; sólo escribir y eso es todo. Y decide acabar de una vez por todas con esa insensatez. Cava agujeros por todo el patio, y sepulta los pedazos del cadáver, y lo encuentra remendado cada mañana, abrazándole, y él nunca recuerda lo que hace esas noches de insomnio frenético, cuando la fiebre juega en su cabeza. El óxido, supone, no sólo llegó a su corazón, también provocó un desajuste en su cerebro. Y en su alma, si existiera. ¿Existe el alma?
“¿Y si la devorara?”, pensó. Y preparó las salsas y las ollas. Trajo algo de pan, un poco de vino, sólo un poco, no es necesario perder la cabeza. Platos limpios, mesa cuidadosamente preparada, tulipanes en el florero lleno de agua fresca. Parecía la cena de una familia en su casa acogedora y amorosa, ante un delicioso fuego.
Despertó bañado en su vómito, abrazando la almohada manchada de sangre y vísceras mal digeridas, decidiéndose a terminar con todo de una vez y para siempre, sin saber exactamente qué tenía que hacer para conseguirlo.
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1 comentario:
si, el amor o sus sustitutos, se pudren y apestan y uno debe huir de ese cadaver putrefacto, antes de enloquecer y amenazar a los fantasmas que rondan el objeto del amor como una parvada de buitres , sobrevolando...
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