Andy Warhol Big Electric Chair 1967
Para no hacer la historia larga,
sólo diré que cada año debo ir a una revisión en el hospital de traumatología
de Lomas Verdes. Uno no está exento de tener olvidos, así que la única vez que
dejé pasar mi cita y traté de reprogramarla, me enfrenté con el infierno
burocrático del seguro social mexicano (ni en una ficción kafkiana sería tan
perfecto y tan terrible): debía solicitar un pase en el hospital de zona, pero
para obtener ese pase debía acudir antes a la clínica de mi localidad. En la
clínica debía solicitar una cita para consulta, en la cual la doctora me tendría
que valorar para poder enviarme al hospital de zona; los trámites para
conseguir esa primera cita eran más complicados que los que le pedirían a un
ex-convicto noruego naturalizado mexicano, para adoptar a una niña de cinco
años en Tamaulipas; pero qué remedio, tenía que hacerlo o resignarme a terminar
en una silla de ruedas.
En la ventanilla de recepción del carnet
me indicaron que debía ir a al archivo a solicitar mi expediente, en el archivo
me dijeron que debía ir a la oficina de gobierno a que me autorizaran la
solicitud de archivo, en gobierno me enviaron de nuevo a la primera ventanilla
para solicitar el sello de vigencia del carnet, y entre vuelta y vuelta alcancé
a ver una dorada cabellera. Sí, estaba seguro, se trataba de Yareli, una
antigua novia de secundaria.
Mientras esperaba a que la fila del
archivo avanzara, me hundí en los recuerdos: después de la fractura y una
temporada en el hospital y luego en cama pero ya en casa, regresé a la escuela.
Usar muletas era un martirio para un niño de trece años, pero tenía su lado
bueno: los lunes tenía permiso de saltarme los honores a la bandera porque el
médico me había prohibido permanecer de pie más de quince minutos, además,
siempre podía disfrutar de la compañía de Yareli, a quien el director enviaba a
que me acompañara en el aula mientras el resto de la escuela cantaba himnos y
juramentos en los que no creían.
Pues sí, mi primera relación sexual fue en
el aula, con Yareli. No sé cómo me las arreglé, pero ahí estábamos, encima del
escritorio. Resultó terrible, y ambos nos sentíamos ridículos, pero al mismo
tiempo era satisfactorio saber que ya no éramos uno novatos en el amor carnal.
Y cada lunes a partir de entonces y hasta graduarnos, repetimos la sesión y nos
volvimos unos expertos. Después de la graduación, Yareli terminó conmigo, pues
su familia se mudaba a Querétaro o Guanajuato, alguno de ésos.
Y ahora está ahí, en la misma sala que yo,
esperando su consulta, seguramente. ¿Cuándo habrá vuelto a la ciudad? Pienso
que me acercaré a saludarla, ¿me reconocerá? Pero no sé qué decirle. Hola, cómo
te va, me va bien, y a ti, también. Me preguntará a qué me dedico, y le diré
que soy promotor cultural y que tengo un taller de creación literaria, eso le
parecerá poca cosa, seguro. Entonces le diré que también soy escritor, y me
preguntará cuánto gano con mis cuentos y artículos, y le diré que con algunos
nada, y con otros, muy poco. Y mientras camino y paso detrás de ella, para
entregar un documento a la ventana correspondiente, sé que ella recordará lo
que decían nuestros profesores acerca de mí y del gran futuro que tenía delante
y pensará que defraudé a todos, y no podrá entender lo importante que es la
escritura para mí, que no se trata del dinero; no lo comprenderá porque es
mexicana y casi todos los mexicanos tienen la idea de que lo más importante en
la vida de uno es ser exitoso y ser exitoso para la mayoría significa tener un
empleo muy bien remunerado, tener una casa, estar casado y con hijos y perros y
carros, una hipoteca, una amante, vacaciones en Acapulco o Cancún o fuera del
país según lo bien remunerado del trabajo de uno, y todas esas cosas que a mí
nunca me interesaron, excepto tal vez por la amante.
Cuando la gobernadora ha colocado su firma
sobre mi papel, pienso que quizá estoy siendo injusto: nada me garantiza que
Yareli sea una mujer frívola, tal vez ella sea capaz de interesarse por algo
más que telenovelas y los gramos que gana o pierde según lo que come y las
visitas al gimnasio. Sí, después de todo ella era una de las alumnas más listas
de la escuela, y nos entendíamos bien cuando éramos unos escuincles llenos de
hormonas y energías para ser utilizadas. Entonces le hablaré, la saludaré, le
preguntaré si vive por aquí, platicaré un rato con ella y quizá espere a que
salga de su consulta, o le pediré que me espere ella, según, y podremos tomar
un café en la cafetería de la clínica. Sí, eso haré.
Me acerco a su silla, pero Yareli ya no
está ahí. Tal vez vuelva a verla por aquí la próxima vez que tenga que
solicitar una nueva cita.
1 comentario:
imbecil. la pensaste mucho
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