En 2012, Jorge Volpi presenta la novela La tejedora de
sombras, que le valió el premio iberoamericano de narrativa Planeta-Casa de América
2012. La anécdota de la novela es la siguiente: Henry A. Murray, un médico
ambicioso, casado con una rica heredera, y Christiana Morgan, una estudiante de
arte casada con un veterano de guerra, se encuentran en la ciudad de Nueva
York. Entre ambos surge una atracción que los lleva a convertirse en amantes,
pero su amorío es tan complejo que deciden acudir a analizarse con el popular ex–psicoanalista
y ex–discípulo de Sigmund Freud, Carl Gustav Jung, en Suiza, para evitar que su
relación los destruya (no importa si destruye a Josephine y a Will, cónyuges de
los protagonistas).
La lectura de
esta novela es más o menos sencilla, ocurre entre la narración de las aventuras
de Murray y Morgan y sus parejas, que sufren intensamente por el engaño, y la
lectura de los diarios de Morgan. Para su redacción, Volpi tuvo acceso al
acervo documental de la Universidad de Harvard, donde se encuentra resguardada
la historia de Murray y Morgan (Mansol y Wona, como se llamaban entre ellos).
No podemos saber si los pasajes del diario de Morgan son reproducciones fieles
de los originales, paráfrasis o invenciones del propio Volpi, en ninguna parte
del libro se explica.
La forma de
narrar de Volpi es clara, aunque hay un injustificado abuso de términos cultos
y frases en alemán e inglés sin su correspondiente traducción, cursivas (usadas
con arbitrariedad, a veces las palabras de otros idiomas aparecen así, otras
veces no), conceptos y palabras de uso poco común, que lejos de volver más
interesante la lectura, distraen al lector. Se nota un afán de esnobismo en
esta novela, y no queda claro si se trata de reflejar el ambiente en que se
desenvolvían Murray y Morgan (cruceros, restaurantes finos, fiestas elegantes),
o de demostrar las propias “cualidades” burguesas del autor.
De todas maneras,
la novela transcurre en hoteles lujosos, casas de campo de hombres ricos y
largos viajes por Europa, un lenguaje más bien coloquial sería más artificial
que todo el artificio y oropel presentados por Volpi.
En la
conversación entre Murray y Morgan, acompañados de sus respectivas parejas,
discurren entre quién es mejor, Freud o Jung. Ambos se deciden por Jung, Christiana
Morgan explica su preferencia: “el cerebral y erudito Jung, el único que
parecía capaz de darles sentido a mis visiones y a mi angustia sin tener que
hablar de sexo, de sexo y de heridas infantiles”. En otras palabras, porque Jung
es más bien condescendiente, y la moral victoriana aún dominante en las clases
sociales elevadas a las que pertenecen nuestros personajes, sigue negándose a
admitir la realidad del sexo, convirtiéndolo en tabú, aquello de lo que es
preferible callar.
Es bien sabido
que Jung y Freud, discípulo y maestro, tuvieron sus diferencias, entre otras
cosas por la negativa de Jung de reconocer que la teoría sexual es (tiene que
ser) la base del psicoanálisis, y por su afán de volverse hacia la metafísica y
otras formas de pensamiento mágico, que Freud odiaba y desprestigiaba, señalándolas
con razón como desviaciones del método fundado por él.
Aquí ocurre una
segunda crisis del lector (la primera puede ser el conflicto generado por el
lenguaje frívolo de Volpi, conflicto fácilmente superado por un lector que comprende
que aunque la vida personal del autor siempre interfiere en su obra escrita, esa
vida es necesaria para poder escribir lo que se escribe, y que la obra vale
sobre todo por lo que hay más allá de la parte autobiográfica). En este segundo
momento, el lector elige entre uno y otro bando, entre Freud y Jung. Los
psicoanalistas y psicólogos serios, y en general las personas sensatas elegirán
sin duda alguna a Freud, los místicos, charlatanes y personas de poca cultura,
así como los autocondescendientes e irracionales, van a preferir a Jung.
Todo lo que sigue
es un intento de Volpi, de Murray y sobre todo de Morgan, de convertir a Jung
en un dios, en un hombre superior en todos los sentidos. Y más o menos lo
logran durante un rato.
Jung le dice a
Morgan que mientras hay mujeres destinadas a criar bebés, ella está destinada a
criar al gran hombre, es decir a Murray; la convence de que lo mejor es
abandonar a su esposo y a su hijo, y dedicar su vida a inspirar a su amante,
para que él consiga crear una obra de relevancia universal. Jung ayuda a Morgan
a convertir una simple y vulgar infidelidad, en un acto elevado y sublime: un
acto de humanidad. O eso creyeron ellos, los tres, Jung, Morgan y Murray.
La falacia se
derrumba cuando Morgan comienza a padecer crisis psicóticas severas, a tener alucinaciones
muy vívidas, que Jung llamaba visiones, y ella tomaba por una forma de
comunicación con los dioses y espíritus del universo, materia prima de su
propia obra: el perfeccionamiento de su amante.
Pero cuando Jung
intentó un acercamiento erótico con su paciente, que ahora también era su
discípula, destrozando desde todos los ángulos la dimensión ética del Psicoanálisis—en
el Psicoanálisis no hay de otra: no te acostarás con tu paciente ni generarás
otra clase de vínculos afectivos fuera de la relación de paciente-médico, o
todo se irá al carajo, Morgan decide alejarse.
En este punto,
uno se pregunta si en verdad Volpi considera a Jung tan grandioso como parece
hacerlo, o si sólo eran ideas de Morgan y Murray, que lo idolatraban, y el
autor nos hizo sentir esa idolatría; la última opción parece la más viable,
porque con todo esto que ocurre, la imagen ideal del maestro se derrumba
irremediablemente. Ya no es el anciano sabio y sereno, sino un viejo libidinoso
y farsante, que promete no hablar de sexo con sus pacientes (histéricas
burguesas casi todas ellas, sus “valkirias”, les llaman), pero que se acuesta
con buena parte de ellas, y a algunas las convierte en discípulas y en amantes
más bien frecuentes, y las lleva a vivir con él y con su esposa. Lejos de la
mirada de Freud, Jung pretende romper todos los tabús, llevar sus pulsiones a
su realización más directa, menos sublimada.
Pero Morgan aún
necesita un tratamiento, acude con un psicoanalista freudiano, y descubre que
sus delirios tienen una base sexual; como no está dispuesta a admitirlo, pues
sería darle la razón a Freud (y aceptar la teoría sexual del Psicoanálisis,
idea que no le agrada a su moral burguesa), deja el tratamiento y se pone en
contacto con una analista que fue discípula de Jung.
Desde el primer
momento, ella descubre que sus visiones no son mensajes de los dioses y de los
espíritus, sino, como era obvio para todos, menos para ella ni para el viejo
Jung, delirios psicóticos, un síntoma grave que anuncia la inminencia de una
crisis de locura de la cual quién sabe si se pueda salir alguna vez. Le recomendó
evitar provocárselos deliberadamente (Jung le había dicho que ejercitara a
tener esas visiones, que ella podía llegar a provocarlas a voluntad,
alimentando sus patologías sin saberlo).
A partir de ahí,
no hay marcha atrás. El retrato de genialidad y grandeza con que nos pintaron a
Jung en la primera parte de la novela se ha hecho añicos. Y eso no será todo,
aún falta su venganza contra Morgan, al hacer públicos los trabajos realizados
por ella bajo su tutela, donde exponía su intimidad, su yo más íntimo, y que
Jung convirtió en un espectáculo de galería. Morgan nunca pudo perdonarlo por
ello. Jung termino como el villano de la novela.
La diada
(concepto con el que Jung describe la relación entre Murray y Morgan) se rompe,
ella comienza a tener amantes jóvenes, Murray demuestra varias veces que en el
fondo no creía en todas esas tonterías mágicas de Jung y Morgan, que él sólo
deseaba estar con ella porque era muy guapa y el deseo sexual era enorme y no
estaba dispuesto a renunciar a dicho deseo. No era un gran hombre, y después de
todo él nunca dijo que lo fuera, la etiqueta se la pusieron Jung y Morgan, él
sólo evitó desmentirlos, porque si no alimentas las fantasías de una mujer que
te desea, deja de desearte.
La relación era
una farsa, una relación más sexual que mística, una relación que era en
realidad como todas las relaciones entre hombres y mujeres a lo largo de la
historia, que se sostienen mientras dura el engaño, el ideal, llámese amor o
grandeza; al final, cuando sólo quedan los cuerpos y los deseos, cuando sólo
queda la carne y la pulsión, si uno no
tiene la voluntad necesaria para aceptarse como un mero puñado de materia e
instintos (sexuales pero también de otras clases), sólo queda el camino hacia
la locura y la autodestrucción, o, en el mejor de los casos, hacia la neurosis,
que no es poca cosa, tampoco. Es la lección que vale la pena llevarse de esta
novela, que viene a demostrar que, aunque no guste admitirlo, y no gusta, Jorge
Volpi es mejor escritor de lo que pensamos. No sabemos si esto fue hecho
deliberadamente por Volpi, pero eso no importa, Freud nos enseñó bien que nada
escapa al análisis, y que la verdad se oculta incluso en la mentira, que del
artificio se puede deducir una verdad.
Pese a sus
defectos, como el uso del lenguaje y algunas acotaciones ridículas (como cuando
Volpi describe a Will, esposo de Morgan, como poseedor de un pene
infantil y fláccido, y hace a Morgan llamarlo “pobrecito mío”; por suerte esto
no es un análisis de la personalidad de Volpi), La tejedora de sombras resulta una
lectura interesante, especialmente porque tras su apariencia de propaganda para
enaltecer el legado de Jung, termina siendo un retrato sórdido y realista del hombre,
una reflexión sobre los peligros que conlleva el anteponer el deseo personal a
la ética profesional en una disciplina como lo es el Psicoanálisis.
1 comentario:
si, me hablaste mucho de este libro... se ve interesante... si tu reseña es correcta, se que lo disfrutaré
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