Foto: http://www.oregonstatefair.org/competition/photography |
Los fotógrafos
Les contaré una historia. La historia de cuando conocí a
Ivette, nos enamoramos y todo se fue al carajo. Tal vez se diviertan un poco al
escucharla.
Para los que no
me conocen, sólo deben saber que soy fotógrafo profesional y que tomo muy en
serio mi oficio, al que no le llamo profesión porque no tengo un título
universitario. Trabajo en la nota roja de los periódicos oficiales, ya saben,
los que reciben dádivas del PRI; no se hagan pendejos, bien saben cuáles son
ésos. Desde que aprendí a usar la cámara, me llamaron la atención las escenas
violentas y en poco tiempo me dediqué de lleno a ir en busca de la muerte y la sangre en las calles de la
ciudad, a veces en provincia, pero nada se compara al dramatismo de un
accidente en el distrito federal, en la noche, bajo las luces de un tugurio o
con la música encantadora de las sirenas policiales. Nada se compara a ver un
riachuelo de sangre correr alejándose de su dueño y uniéndose a un charco
formado por la lluvia de anoche y el aceite de un taxi en malas condiciones.
Los colores formando un arcoíris oscuro, mezclándose con los destellos del
flash o de la torreta de la ambulancia.
Miento, sí hay
algo mejor que eso. Pero divago. Les quería contar de Ivette y cómo la conocí.
Me encontraba en
mi faena, absorto retratando los vidrios rotos de un microbús y la sangre en el
rostro del conductor, tuvo su merecido, que trató de pasarse el alto y golpeó
contra un bulldozer, en plena av. Tláhuac, durante la construcción de la inútil
línea 12, “la línea dorada” (léase con voz de puto). Tan metido estaba en eso
que no me percaté del niño muerto entre las varillas de la construcción, y no
lo habría notado si la muchedumbre chismosa no hubiera comenzado a gritonear
que llamaran a la policía y no sé qué más, como si los puercos pudieran revivir
al mocoso, que debía haber salido volando por el parabrisas del microbio para
ir a empalarse y hacer su mugrero. No planeaba prestarle más atención, pues
contrario a lo que el imaginario del público supone, las fotos gore de niños no
se venden bien. Repito: no pensaba dedicarle más tiempo, pero entonces la vi;
sí, a Ivette, aunque no sabía entonces que ése era su nombre. Estaba a la
orilla de la zanja, mirando al niño que se desangraba y que, noté en el acto,
aún no estaba muerto. Ella lo miraba como hipnotizada, inmóvil, como si fuera
la cosa más bella que hubiera visto en sus seguramente no más de 27 años. La
miré con más atención. Llevaba una pequeña maleta y comenzó a hurgarla. Sacó
una cámara. Una buena cámara aparentemente, no de ésas que usan los weyes que
se creen fotógrafos porque publican sus fotos en instagram. No, era una buena
cámara, y ella sabía lo que hacía. La preparaba de memoria, casi sin mirar a la
pantalla, casi sin apartar la mirada del niño. Esperaba algo, la mejor luz,
algún movimiento, algo, y disparó.
No le hablé en
ese momento, no soy de los que le hablan a las viejas, sólo la seguí hasta su
casa sin que se diera cuenta. Era una colonia jodida, a un costado del
reclusorio oriente, su casa estaba en una calle entre dos escuelas que parecían
centros de reclusión, tal vez para que los escuincles se vayan habituando al
ambiente que les resultaría más familiar buena parte de sus vidas.
Comencé a vigilar
sus salidas y llegadas. Descubrí que vivía sola, que trabajaba como cajera en
una aurrerá y que estaba disponible. No parecía tener amigos en su colonia,
sólo se juntaba con algunas compañeras de su trabajo pero no parecían muy
cercanas. En sus ratos libres, se dedicaba a la fotografía. Aves muertas,
perros muertos, carnicerías, cabezas de cerdo y pollos colgados eran la clase
de cosas que le atraían. Así que me propuse conquistarla dándole el regalo más
significativo que le pudieran dar: le mostré mis fotografías, no las del
trabajo, sino mi arte, las que tomo para mi disfrute personal.
Las coloqué en un
sobre y lo deslicé debajo de su puerta. Agregué una nota citándola para su
siguiente día de descanso.
Ella llegó
puntual, me devolvió las fotografías y le pregunté si deseaba ir a mi casa. No
pareció sorprendida. Aceptó en el acto.
La dejé sentarse
en la silla de hierro, me pidió que la encadenara, más fuerte, más fuerte,
decía. Sus súplicas me excitaban y la encadené con más fuerza. La golpeé con
las cadenas, la sangre brotó de sus piernas, brazos y rostro, y seguí
golpeando. Comencé a fotografiarla, ella respiraba con dificultad. Su sangre corrió desde su frente hacia sus senos, luego su abdomen, alcanzando
su rodilla y finalmente los dedos de sus pies. El afluente se unió al charco de
orina debajo de la silla. Sería una foto estupenda. Aumenté la iluminación
directa, tomé una foto de sus pies ensangrentados, de sus manos débiles, de su
torso desnudo y abierto. Un gorgoteo escapó de ella. Comprendí que estaba a
punto de morir, me acerqué a ella y le pregunté cuál era su nombre. Ivette. Y
con un tubo de acero inoxidable que antes perteneció al lavabo de mi baño, la
maté. La foto de su cráneo roto y el ojo reventado puede ser considerada mi
obra maestra.
Unos días
después, al llegar a mi casa tras una pesada jornada de trabajo, encontré un
sobre que alguien había deslizado debajo de la puerta. Eran las fotos más
increíbles que hubiera visto. Es así como llegué a conocerlos a ustedes y su
gremio. Sindicato de Nota Roja. Excelente nombre. Gran estilo. Gracias por
invitarme a la fiesta, pero… ¿podrían apretar las cadenas un poco más, por
favor?
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