Cortázar es famosísimo, eso se da por supuesto. Aún se editan sus obras completas y se
trabaja en prácticamente todos los talleres de lectura y creación
literaria. Es un referente obligado para todo lector o escritor. Pero lo
es más que por su calidad, porque perteneció a la época cuando a
ciertos escritores se los encumbraba como súper estrellas. Cortázar tenía todas las
características para llegar a la cumbre de la creación literaria:
Hombre, blanco, burgués, experimental.
Sin duda, nadie negará que posteriormente a él y a su época (ya saben, ese artificio para vender libros a los gringos, llamado El boom latinoamericano), debe de haber habido escritores tan interesantes como él, o incluso más interesantes. Pero ninguno ha logrado la fama de los "grandes autores" de la generación de Cortázar.
El asunto es que con la caída del boom, también desaparecieron los escritores superstars y nacieron los best-sellers, normalmente de cuestionable calidad (vienen a mi mente Anne Rice, Stephen King y las autoras de Harry Potter, Los juegos del hambre y 50 sombras de Grey),
mientras que los escritores "en serio" (y no negaré que Cortázar, sin
ser de mi gusto, era un escritor "en serio"; también lo fueron Bioy
Casares y Horacio Quiroga, pero nadie hace tanto escándalo por ellos,
pues no llegaron nunca a obtener el título de estrellas), ahora son poco
menos (o más) que marginados o resentidos.
¿No es hora ya de
acabar con las idolatrías? Se dicen ateos o materialistas, presumen de
su pensamiento crítico, pero guardan culto por personajes que
representan... ¿qué cosa? ¿Qué representa Cortázar para ustedes? ¿Qué
representa Rayuela con su 'Maga'? ¿Por qué lo leen, incluso ávidamente, y no se
toman el tiempo de leer con el mismo interés a otros, más bien poco recordados; o a otras?
¿Por qué no se escucha a las voces disidentes que no aclaman a Cortázar
como el más grande escritor del universo?
Tal parece que para pertenecer a la doctrina de los (buenos) escritores o de los (buenos) lectores, se requiere del "reconocimiento de las mismas verdades y la aceptación de una cierta regla (...) de conformidad con los discursos válidos"[1]. Si no se reproducen los mismos dogmas, se es excluido como a un hereje. ¿Por qué ocurre esto con el autor que nos ocupa?
Quizá
porque Cortázar (como Rulfo, como Kafka, como Borges, como Pacheco) es algo así como un autor fetiche, lectura obligada para la
juventud. Exaltar, no sé si también leer efectivamente, a Cortázar es un requerimiento sine qua non para ser tomado en cuenta entre "los escritores" modernos.
Me dirán algunos que lo leen porque es bueno o, mínimo,
porque les gusta. Pero eso es un argumento más bien falaz. En primer
lugar, el gusto personal no es un argumento válido a favor o en contra
de nada (excepto del derecho individual de hacer algo, lo cual es bastante ya de por sí). Es falaz más bien porque hay muchos otros que son buenos, incluso mejores que Cortázar, o
que pueden llegar a gustarles más; si fuera verdad que lo leen por
gusto o por su calidad, entonces leerían con la misma avidez a otros,
por las mismas razones de gusto o calidad. Pero no es así.
¿Por qué leen tan ávidamente a Cortázar?
¿No
será porque todos lo leen? ¿Porque en todas partes te dicen que "hay
que leer a Cortázar"? ¿Por moda u obligación? ¿Porque alguien les dijo
que no leerlo y rendirle culto es una blasfemia? Si tienes una respuesta, por favor déjala aquí.
[1] Foucault, Michel. El orden del discurso. Barcelona, Tusquets. 1999. p. 43.
agosto 28, 2014
agosto 07, 2014
El metro
![]() |
Michael Wolf |
En horas pico, todos lo hemos sufrido, la multitud se
agolpa. Una señora se abre paso a codazos, cargada de bolsas. Un hombre
aprovecha los apretujones para tocar a una muchacha que probablemente no
alcance los dieciséis años. Aquella persona trata de acercarse a la puerta
y pregunta: “¿Bajas en la que sigue?” cuando lo que en realidad quiere es que
te quites. El metro de la ciudad de México, todos lo hemos vivido y sufrido.
Era la hora
pico y la estación era un hervidero de oficinistas, estudiantes y comerciantes.
Las puertas se abrieron y un puñado de personas trató de descender al mismo tiempo
que otro puñado varias veces mayor trató de entrar. Yo formaba parte de estos
últimos. Algunos salieron, otros maldecían. Las puertas cerraron al fin, tras
luchar con panzas, maletas y hombros que les impedían hacer su trabajo, y yo
quedé embarrado contra el vidrio.
Y ahí, con
la cara pegada al vidrio, lo vi apuntándome, listo para disparar. Yo cerré los
ojos, incapaz de mover mi cuerpo y darle la espalda como era mi intención.
Cerré los ojos, consciente de lo que me hacía a mí mismo cada mañana, en este
horrible lugar, respirando los hedores de los demás, siendo invadido en mi
propio espacio personal, mi propio cuerpo, siendo humillado por un sistema de
transporte de pésima calidad, lento, lentísimo, que nos roba la dignidad, nos
despoja de la humanidad, de la poca que nos queda, esa cosa que nos lleva a
aceptar estas ordalías diarias para ganarnos el dinero que necesitamos para
alimentar a nuestros hijos o a nuestros padres.
Y ahí, con
la cara pegada al vidrio como una mosca apachurrada, cerré los ojos, con la
esperanza vana de que el fotógrafo no fuera capaz de retratar mi vergüenza.
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