Michael Wolf |
En horas pico, todos lo hemos sufrido, la multitud se
agolpa. Una señora se abre paso a codazos, cargada de bolsas. Un hombre
aprovecha los apretujones para tocar a una muchacha que probablemente no
alcance los dieciséis años. Aquella persona trata de acercarse a la puerta
y pregunta: “¿Bajas en la que sigue?” cuando lo que en realidad quiere es que
te quites. El metro de la ciudad de México, todos lo hemos vivido y sufrido.
Era la hora
pico y la estación era un hervidero de oficinistas, estudiantes y comerciantes.
Las puertas se abrieron y un puñado de personas trató de descender al mismo tiempo
que otro puñado varias veces mayor trató de entrar. Yo formaba parte de estos
últimos. Algunos salieron, otros maldecían. Las puertas cerraron al fin, tras
luchar con panzas, maletas y hombros que les impedían hacer su trabajo, y yo
quedé embarrado contra el vidrio.
Y ahí, con
la cara pegada al vidrio, lo vi apuntándome, listo para disparar. Yo cerré los
ojos, incapaz de mover mi cuerpo y darle la espalda como era mi intención.
Cerré los ojos, consciente de lo que me hacía a mí mismo cada mañana, en este
horrible lugar, respirando los hedores de los demás, siendo invadido en mi
propio espacio personal, mi propio cuerpo, siendo humillado por un sistema de
transporte de pésima calidad, lento, lentísimo, que nos roba la dignidad, nos
despoja de la humanidad, de la poca que nos queda, esa cosa que nos lleva a
aceptar estas ordalías diarias para ganarnos el dinero que necesitamos para
alimentar a nuestros hijos o a nuestros padres.
Y ahí, con
la cara pegada al vidrio como una mosca apachurrada, cerré los ojos, con la
esperanza vana de que el fotógrafo no fuera capaz de retratar mi vergüenza.
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