noviembre 25, 2008

otro novedoso relato de serenidad fortuina para la «coletzión»

Fuck me and marry me young


Like a voice in the wind blow little crystals down
Like brittle things will break before they turn
Like lipstick on my cigarette
And the ice get harder overhead
Like think twice but never never learn…
—The Sisters of Mercy, Driven like the snow




Iba en el mismo autobús que yo, separada de mí por cuatro asientos y un pasillo atestado. Nuestras miradas se encontraron un par de veces cuando ella parecía buscar algo atrás, o tal vez a alguien. Su mirada se mantenía fija en la mía, y parecía estar a punto de sonreír, pero sólo se giraba hacia el lado contrario, recargaba la cabeza sobre la ventana y cerraba los ojos. Parecía dormir, pero de vez en vez sus ojos se abrían, fijos siempre en los míos, que no se desviaban nunca.


Volvió a abrir los ojos, sin dejar de mirarme, y un bostezo invadió su boca, tímidamente oculto detrás de la palma de una mano. Se desperezó, estiró el cuello, aspiró profundamente y se levantó. Caminó hacia la portezuela delantera, esquivando codos y bultos, y solicitó el descenso.

Caminó sobre la acera, y se detuvo frente a mi ventana. Sus pechos se dibujaban sobre su playera negra con una leyenda en nerviosas letras blancas: “Fuck me and marry me young”. Y el autobús reemprendió el viaje.


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julio 06, 2008

Inflorescencia

( Grass roots ii; Ursula Salemink-Roos )


Inflorescencia

Había oído de gente que habla con sus plantas y flores, para que éstas crezcan saludables; he sabido incluso de personas que les cantan o les recitan poesía. Por ello, no me sorprendió demasiado descubrir a Clara contando sus problemas a las macetas de mi departamento.

Al principio parecía un juego. Clara venía a visitarme una o dos veces a la semana. Cenábamos juntos, tomábamos una copa, asistíamos a obras de teatro, íbamos a los cines, escuchábamos música, y, más como una ocurrencia que como una actividad formal, cuidábamos las plantas de mi departamento. Clara disfrutaba ponerlas bajo la lluvia para que bebieran el vital líquido, ponerlas al sol o a la sombra según hiciera falta, cambiarles la tierra vieja por nueva o la maceta por una más grande, y, lo más interesante, ayudarlas a su reproducción. Nunca tuvimos, ni ella y no, mascotas. Las plantas eran un buen sustituto. En realidad, eran más que un sustituto. Para algunas personas son como hijos.

Clara sacó varios libros de botánica de la biblioteca pública, y aprendió lo fundamental sobre la vida sexual de las flores.

Comenzó a utilizar palabras como “pistilo”, “estambre”, “estigma”, “antera”, “filamento”, “corola” y “sépalo”. En algunas semanas, logró que mis plantas dieran más flores que nunca.

Todo esto podría parecer agradable, o incluso fascinante, excepto por una cosa: Clara ya no tenía más vida que las flores. Hacía semanas (tal vez meses) que no hacíamos el amor, que no íbamos al cine, que no salíamos a divertirnos, en suma que no hacíamos otra cosa que cuidar seres del reino vegetal. Incluso, por petición suya, llegué a darle una copia de la llave del departamento, “para acompañar a las flores cuando las dejas sola”, me dijo. No supe negarme. Por alguna razón, su explicación me pareció bastante razonable. Así que cuando salía a trabajar, Clara pasaba la mayor parte del tiempo en mi departamento, haciendo no sé qué cosas con aquellas plantas.

La primera anomalía sucedió después de una fuerte disputa entre Clara y sus padres. Llegué a casa y escuché voces y llanto. Cuidándome de no hacer ruido me acerqué a la habitación de donde venían los sonidos. Abrí la puerta suavemente y descubrí a Clara llorando y hablando con unos claveles.

—Ya no los soporto —decía ella, entre sollozos—. A ellos nunca les importó nada de lo que yo quisiera, ¿por qué creen ahora que tienen derecho a decirme qué hacer? —se refería a que sus padres no aprobaban su decisión de abandonar su trabajo para pasar el mayor tiempo posible al cuidado de mis plantas (trabajo que, por otro lado, no le generaba unos buenos ingresos).

Yo le apoyé en esa decisión, no por su relación con las plantas, sino porque me parecía injusto que trabajara durante siete horas diarias, incluidos los sábados, por una paga tan ridícula que no permitía a nadie sobrevivir, ya no se diga vivir dignamente.

Salí de la habitación, y cerré la puerta tras de mí. Esperé a que dejara de sollozar, y llamé a la puerta. Ella me hizo pasar. Dijo que había tenido un mal día, que se había sentido triste y que había llorado para desahogarse. Acepté su explicación. Nunca supo que me di cuenta de todo lo que pasaba allí.

Durante un tiempo, las cosas se relajaron. Volvimos a salir, aunque no tanto como en el pasado. Pero estábamos lejos de estar perfectamente bien: ella seguía negándose a tener un contacto más íntimo conmigo.

Traté de tenerle paciencia y esperar, y en buena medida lo conseguí. Y lo habría logrado del todo de no ser por lo que ocurrió aquella noche.

Para darle una sorpresa a Clara la llamé de la oficina y le dije que me quedaría dos horas extra en el trabajo, lo cual era falso. En realidad, planeaba llegar temprano, darle una nueva planta (una pequeña planta carnívora, en una diminuta maceta de barro) y pedirle que nos fuéramos de día de campo al día siguiente, que me tocaba descanso. Iríamos al mercado de flores y visitaríamos el invernadero. Seguramente le encantaría la idea.

Pero cuando llegué, escuché unos gemidos leves detrás de la puerta de mi habitación. Acerqué el oído y me sobresaltó un fuerte grito.

Ligeramente asustado, abrí la puerta de golpe, y lo que vi va más allá de la sorpresa, de lo imaginable: Clara, no estoy bien seguro de cómo, estaba haciendo el amor con una orquídea. Estaba acostada sobre mi cama, completamente desnuda. Aún recuerdo con triste claridad el momento en que la flor abandonaba su sexo, y la mirada despreocupada y lasciva de Clara.

Di la vuelta y salí a prisa del departamento. Vagué durante algunas horas por la ciudad, bajo la lluvia. Me interné en un parque completamente enlodado. Como un zombie, sólo caminaba por instinto, sin fijarme dónde ponía los pies, hasta que sentí pisar algo suave. Miré abajo y descubrí que caminaba por una jardinera llena de flores. Me sentí molesto y comencé a pisotearlas. Al principio levemente, después con furia. Resbalé y tomé entre mis manos algunos tallos que arranqué de raíz. Repetí la operación una y otra y otra vez, hasta que me derrumbé fatigado y llorando, y completamente empapado de lluvia y lodo. Cuando me tranquilicé, volví a casa.

Clara no estaba allí. El departamento se encontraba en silencio. La habitación estaba en orden. No sé por qué, pero de alguna manera esperaba encontrarme con un desastre y un caos absolutos. En su lugar, hallé la cama hecha, las plantas en sus repisas correspondientes y los platos lavados. Debe haberlo hecho Clara antes de irse. ¿De irse a dónde? Nunca lo supe.

Primero supuse que estaría con sus padres, pero rechacé la posibilidad porque ya sabía de antemano que no era una posibilidad. Comencé a buscarla en los mercados de flores, en el invernadero, sin siquiera encontrar su rastro. Después, pasé a los parques y florerías, con el mismo éxito. Llegué a creer que Clara sólo había sido un sueño, una invención de mi mente, para distraerme de la monotonía de mi vida, pero eso no explicaba las fotos que me había sacado con ella, ni tampoco tantos recuerdos, dulces la mayoría, aunque algo más amargos los últimos.

También me descubrí pensando en más de una ocasión en la posibilidad de que Clara se hubiera transformado en una de aquellas flores que tanto amaba. Había tantas ya que la mayoría me resultaban desconocidas. Yo tenía cuatro o cinco macetas, y tras los cuidados de Clara, éstas se multiplicaron tanto que ya no prestaba atención a la individualidad de las flores, sino al conjunto de ellas. Tal vez en alguna de la familia de los narcisos. Pero era absurdo pensar eso, no era más que un escapismo, una forma de esconderse de una realidad mucho más dura.

Pasó el tiempo. Me volví viejo y casi un ermitaño. Mi cabello se pintó de blanco y olvidé un poco la tristeza. Me resigné a no verla nunca más, a ni siquiera saber cuál había sido su destino, pero al menos había aprendido a vivir sin que su recuerdo implicara una condena, una tortura.

Y una tarde, fría y nublada, una de esas tardes melancólicas en que la nostalgia hace de las suyas, alguien llamó a la puerta. Cuando abrí, no vi a nadie, pero a mis pies descubrí una canasta de mimbre, cubierta por una manta, y en la trenza que sirve para cargarla, una nota sujeta con un alfiler.

La nota, escrita a mano, con tinta verde, decía: “Su nombre es Esperanza. Cuídala; te dará suerte”. Los pensamientos se arremolinaron en mi cabeza. ¿Sería la hija de Clara? ¿Sería acaso nuestra hija? ¿Habría pasado menos tiempo del que yo suponía? ¿Se trataría tan sólo de una broma cruel contra un pobre anciano? ¿Y cómo se supone que me daría suerte? Sólo había una manera de averiguarlo.

Llevé la canasta al interior. La coloqué sobre la cama, y retiré con delicadeza la pequeña colcha que cubría el contenido.

—¡Diablos! —dije, incapaz de dominar la sorpresa. Tibias lágrimas cayeron de mis ojos.

En el interior de la canasta yacía una pequeña y hermosa flor de lis, la favorita de Clara.

(Fue para Karl; por su cumpleaños)


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mayo 16, 2008

End

Lecturas finalizadas (hablemos de ellas)


Nota: Si deseas profundizar en la discusión de alguno de estos textos, te invito a que me agregues al MSN: allacrim@hotmail.com, donde podremos conversar largo y tendido de éste y cualquier otro tema. Gracias.

***
Julio Verne. De la Tierra a la Luna

Relato histórico. Reláto fantástico. Y finalmente, relato de ciencia ficción. Todo ello, con un humor inteligente, del que verdaderamente hace reír, y con una claridad admirable.

Uno mira, lee, escucha y presiente los modos de pensar de la época en que le toca vivir. En la actualidad, la literatura más apreciada es aquella con un notable trabajo intelectual, y no es sorpresa que la llamada novela psicológica esté tan de moda desde hace varias décadas, mientras que a los autores fantásticos se les mira con cierto desdén, considerándolos pueriles, ridículos incluso. ¿Será que a la gente le gusta pensar que hay algunos mejores? ¿Existe un gusto morboso por ser escupido en el rostro? No me puedo explicar por otros medios ese gusto por lo críptico, por lo snob, por lo ininteligible. No puedo comprender de otro modo que alguien considere de algún valor el discurso de, por ejemplo, Carlos Monsiváis, y que mire desdeñosamente a gente como William Gibson, o J. G. Ballard, o a los autores clásicos de novelas de aventuras.

Pues bien, yo me pronuncio a favor de los autores de aventuras por encima del relato realista o psicológico. Yo prefiero y considero MEJOR a un Verne, un Jack London, un Joseph Conrad que a un James Joyce (y con eso ya he dicho demasiado). Pasé varias horas divertido y emocionado con los ires y venires del Gun club, de esta novela que comento ahora, mientras que "Retrato del artista adolescente", de Joyce, me resultó insufrible, detestable, pretensioso, falso y estúpido. Es el segundo libro del irlandés que traté de leer, y es el segundo que debo dejar inconcluso. La literatura debe ser un placer, no una molestia. Joyce es tan aburrido como Kafka pero no es tan interesante.

No soy lector novato de Julio Verne. En la niñez, tuve muchas horas de emoción, misterio y sueños, con la versión de "Viaje al centro de la Tierra" ilustrada por Chiqui de la Fuente, y adaptada por Carlos Alberto Cornejo, editado por Planeta en 1978, versión que conservo y atesoro. Y hace algún tiempo, leí "Miguel Strogoff", historia de cosacos y viajeros, pero que significó poco para mí. Pero yo deseaba leer más del francés, y en una de ésas, me compré "De la Tierra a la Luna" y "Viaje al centro de la Tierra", en esas soberbias ediciones de Planeta (también) forradas en piel, por sólo veinte pesos cada uno, pues los compré en el puesto de revistas y libros robados de Tasqueña, lugar de las grandes ofertas. Espero ir pronto por allí para apañarme una copia de las aventuras de Nemo en "20.000 leguas de viaje submarino".

***
Adolfo Bioy Casares. La invención de Morel

Sobresaliente y apasionante. Borges la describió como perfecta y aseguró que no se trataba de una hipérbole ni de una exageración. Exageraba. ¿Cómo definir la perfección? Si "La invención de Morel" es perfecta, ¿qué son "La vida está en otra parte" de Kundera, "Neuromante" y "Conde Cero" de William Gibson, las "Crónicas de la Dragonlance" de Margaret Weis y Tracy Hickman, o "El reino vencido" de RAF? ¿Cómo definir estas obras que desde mi punto de vista son mejores que Morel? ¿Cabe hablar de grados de perfección? ¿Puede algo ser más perfecto o menos perfecto?

Olvidémonos de Borges y los callejones sin salida a que nos obliga llegar, y volvamos a ABC.

"La invención de Morel" es una novela de corte fantástico, cercana por momentos a la ciencia ficción. Ha sido llevada al cine dos veces, y la teleserie "Lost" está sin duda basada en ella (eso me lo ha informado Tony Kings; gracias, amigo). Es una novela internacional, pues. Eso no significa nada.

Esta novela nos presenta de nuevo el sueño de inmortalidad de los hombres, y los sacrificios que deben hacerse para alcanzarla, o para poseerla. Pero uno se cuestiona entonces si tal renuncia vale la pena. Si tal anhelo y su consecución valen algo. Y mientras uno avanza por las breves páginas de Morel, la soledad se va haciendo más grande, hasta llenarlo todo, si esto no es un oxímoron (para regresar momentaneamente al ciego). Y es que no hay nada más solitario que el hombre, y más el hombre que en medio de la multitud no es conocido de nadie, ese hombre del que nadie sabe su nombre, que pasa desapercibido, que es ignorado, que es como un fantasma.

Su desarrollo se va dando como el de una novela de misterio (estilo policial), pasando por el relato de terror (fantasmas; en dos o tres vertientes, digamos), hasta llegar a la novela psicológica, tan de moda el siglo pasado, que ronda por los pensamientos filosóficos del narrador, pero entonces aterrizar en el relato fantástico no sobrenatural, cuyo antecedente más notorio podría ser "El castillo de los Cárpatos" de Julio Verne, donde la ciencia reemplaza, por fin, al diablo. Una máquina no menos infenal que las promesas de Mefistófeles.

Amena y rápida lectura.

Dave McKean (arte de Coraline)
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Neil Gaiman. Coraline

 
Hacía ya varios años que trataba de leer algo más de este autor, a quien conocí en el comic Spawn 9, y después como escritor de The Sandman y algunos otros comics y novelas gráficas. Supe que con "Sueño de una noche de verano", uno de los volúmenes de The Sandman, ganó el World Fanatasy Award, mismo que ganó Borges alguna vez en el pasado. Esta victoria tuvo como consecuencia que los organizadores del concurso, el más importante a nivel mundial en cuanto a literatura fantástica, modificaran las reglas, prohibiendo la participación de comics y novelas gráficas, salvo en una categoría especial. Todo ello sonaba prometedor. Neil Gaiman tenía que ser un autor a tener en cuenta. Desafortunadamente, nada de él se publica en español, con la pequeña excepción de un puñado de comics.

Unos seis años atrás, aproximadamente, leí un cuento de Neil Gaiman, "Orpheus", bastante breve, en inglés, mismo que acompaña el libreto de un CD compilatorio de música etérea, con voces exclusivamente masculinas. El cuento de Gaiman cierra el libreto, y es un acompañamiento adecuado a la música (claro que el relato toma unos cinco minutos para ser leído, mientras que el disco se prolonga durante unos setena minutos).

Así, tras buscar y rebuscar, pude, al fin, hacerme de Coraline, de American Gods, de Stardust y de The day I swapped my dad for two goldfish, todos ellos en versiones electrónicas (y en inglés). El primero de estos libros que quise degustar fue justamente Coraline, un libro para niños, en apariencia. El propio autor, así lo creía, así lo concibió (lo pensó para una de sus hijas, pero demoró una década en terminarlo, y pasó a ser para su segunda hija... aunque la mayor, tras leerlo, dijo que uno nunca será demasiado viejo para leer Coraline, y no se equivica).

Coraline, como menciona Neil, tras el recibimiento del libro, es una novela que a los niños los hace emocionarse con las aventuras de esta heroina, muy pequeña para su edad, que enfrenta graves peligros, incluyendo una mano malvada, y que a los adultos puede provocarles pesadillas.

Cuando leí el capítulo donde aparece la mano maligna, realmente me estremecí. Las ilustraciones (hechas por Dave McKean, quien ha ilustrado otros trabajos de Gaiman) le dan una fuerza y una vida a las situaciones. Su ilustración de la mano del mal es, y me quedo corto, aterradora.


Coraline no es un relato del todo novedoso. Sus fuentes principales son los dos libros de Alicia (de Lewis Carroll), pero añadiendo elementos de horror gótico clásico, sólo que traídos a la modernidad. No hay castillos, pero si una vieja casa con puertas que rechinan, un monstruo en las profundidades, arañas, gente con botones cosidos a los ojos, etcétera. Es como una historia de Tim Burton, donde la ternura y el terror conviven pacíficamente. De hecho, existen planes (desde hace unos años sólo planes) de convertir Coraline en una película. Ya existe incluso un guión, por nadie más ni menos que Henry Selick, quien es famoso por haber dirigido "El extraño mundo de Jack" (con historia y personajes de Tim Burton) y "Jim y el durazno gigante". Si un día los planes dejan de ser planes y se convierten en hechos, los amantes de la fantasía oscura tendremos una nueva aventura visual. Si no se concreta, tenemos el libro, que es genial (por si no se habían dado cuenta).
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Carl G. Jung (y otros). El hombre y sus símbolos.


Si algo me queda claro en este compendio es que Jung (y los jungianos) son más freudianos de lo que estarían jamás dispuestos a aceptar. En pocas palabras: Jung es freudiano a pesar de sí mismo.


Por supuesto, ser freudiano no es ningún defecto, sino al contrario: una gran virtud. No reconozco religión alguna; si lo hiciera, me consideraría Freudiano (o Caballero Jedi, o de la Luminosa Orden de Selune). El problema es que una parte considerable del libro (y de los autores que colaboran: M. L. von Franz, Joseph L. Henderson, Jolande Jacobi, Aniela Jaffé, John Freeman, y el propio Jung) está dedicada a proclamar a los cuatro vientos que Jung y la escuela jungiana no tienen nada que ver con el doctor Sigmund Freud (¡salve!), pero nunca terminan de explicar o demostrar por qué. Al contrario, las teorías propuestas por Jung y sus discípulos son perfectamente explicables mediante el Psicoanálisis Clásico, y la Psicología Social (de la que Freud sienta unas buenas bases; ¿no me cree usted? Le recomiendo "La psicología de las masas y el análisis del yo" y "El malestar en la cultura", ambos de Freud, y verá que no miento).

Pero no es todo. Analizar un sueño mediante el uso de símbolos arquetípicos, como propone Jung, no sólo es más engorroso y lento, sino que al final el proceso desemboca en el mismo resultado. La diferencia es que uno simplemente deja de llamarle falo al símbolo fálico, para llamarlo daga, o espada, o cetro, o cualquier otra cosa que suene más mística, mágica, alquímica o metafísica. Pero el sentido del símbolo viene a ser el mismo.

Dicho lo anterior, no quiero que parezca que Jung y sus amigos sean malos teóricos o psicoanalistas (psicólogos analíticos, dicen ellos), pues sus teorías, mostradas en estos textos, resultan muy interesantes, especialmente en lo tocante al análisis de las tradiciones y del arte (no en un sentido moral o estético, sino puramente psicológico). Es sólo que no tengo demasiadas palabras elogiosas. Pero lea, si le pica la curiosidad, y elabore su propia opinión.

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René Avilés Fabila. Los animales prodigiosos.


Desde que leí a René por primera vez, hará 8 años, me sentí atraído por esa forma de decir las cosas, tan directa, sencilla, clara y divertida (a veces, triste). Cuentos, novelas, artículos políticos y culturales, memorias, ensayos... todo en este autor resulta interesante (no hace falta que usted lo mencione, en el blog personal del autor, hace algunos meses que me declaré su lambiscón oficial; si vas a ser lambiscón, lambea a quienes merecen ser lambeados... otros optarán por García Márquez, Charly Mosiváis o la Princesa Poniatowska), y este libro, regalo de mi amiguita Consuelo (le costó diez pesos, en una venta de garage que se llevó a cabo en la plazuela de la Cineteca Nacional), no iba a ser la excepción. No es de gratis que ganara el premio a mejor libro publicado en el año de su edición (no recuerdo el año; tal vez fue en 1998, pero no estoy seguro).


Lo que nos ofrece "Los animales prodigiosos" es una breve bestiario fantástico, heredero de Arreola y Borges (su libro no lo había leído antes, pero lo fui a conseguir en fechas inmediatas... siga leyendo), pero que camina por sus propios medios, pues mientras Arreola hacía hermosas y poéticas descripciones de animales verdaderos, y Borges una compilación (con su descripción, muchas veces de su propia pluma) de seres de la literatura y la mitología, René inventa (o re-inventa) a cada uno de estos seres. Así, por un prodigio de enfermiza imaginación, las clásicas sirenas, por ejemplo, han sido transmutadas, y en lugar de ser peces con cabeza y cuerpo de mujer, son mujeres con nauseabundas cabezas de pez. No arruinaré otras diversiones; si he tomado este ejemplo, es porque el propio prólogo, de Rubén Bonifaz Nuño, se adelanta; así que de todos modos se les arruinaba la sorpresa.No sé cuál será (o sea) tu postura, pero yo me reí mucho con este pequeño libro.

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J. G. Ballard. Noches de cocaína.


Aterrador. Enojoso. No tengo otras palabras para describirlo. Hay escenas muy incómodas que no distan mucho de la vida material, escenas que uno prácticamente puede reconocer de la vida diaria. Pero la mirada de Ballard convierte a esas escenas en verdaderos relatos de horror (iba a agregar doméstico, pero no estoy tan seguro de que sea la palabra adecuada).


Antes, leí otros dos libros del autor inglés nacido en China (cuya muerte ya parece inminente), "El mundo sumergido" y "La isla de cemento", que me gustaron, pero "Noches de cocaína" es diferente. No sé, no podría decirlo con toda la convicción, si me gusta o no. Pero me impactó, sin duda, y creo que de eso se ha tratado el arte durante toda su historia, de impactar, de tambalear los afectos, de, cuando menos, moverlos un poco.

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J. L. Borges y Margarita Guerrero. Manual de zoología fantástica.


Ya mencioné el bestiario de René (uno de los dos; en 2007 apareció "El bosque de los prodigios", un nuevo bestiario ficticio, del mismo orden, pero dedicado a la fauna fantástica mesoamericana; sobre "El bosque de los prodigios", he escrito una reseña), y dije que se alimenta de éste, que fuera de México se conoce como "El libro de los seres imaginarios".


Más que un libro divertido, se trata de un compendio de algunas de las principales criaturas de la mitología, con frecuencia rescatadas por la literatura, aunque incluye algunos ejemplos de seres ideados de forma literaria (como los de Kafka o de C. S. Lewis). El valor que tiene este libro es el de dar a conocer muchos de estos seres, y más en una época donde el hombre ha olvidado el dragón para ocuparse de asuntos más serios, como la renta o la corbata a la que hace falta planchar). ¿Quién conoce a Behemoth? ¿Y a Bahamut? ¿En qué difieren estos dos amigos? ¿Sabían que hay un Fénix Chino, distinto del occidental? ¿Y un unicornio, también? ¿Y dragones?



En fin, que este manual (eso es, precisamente) nos ayudará a reconocer a esas bestezuelas que rondan ciertos estilos de literatura.

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Poppy Z. Brite. Lost souls?


En español se le conoce como "La música de los vampiros", o "El alma del vampiro". Ambos títulos me parecen poco acertados, pues la novela trata de otras cosas además de música, y no es exclusivamente el alma del vampíro lo que se explora en ella. Steve y Ghost, los protagonistas, no son vampiros.


Si pueden, traten de conseguirla en inglés, pues la traducción a español es absolutamente aborrecible. Aunque la novela está llena de slangs y lenguaje de las calles, vale mucho la pena el esfuerzo que puede implicar su lectura en la lengua original.


Entremos en materia. En breve, "Lost souls?" ("¿Almas perdidas?") es la mejor novela de vampiros que he leído. A la altura de clásicos como "Dracula" de Stocker, e infinitamente superior a las obritas de Anne Rice, esta novela nos ofrece un esplendoroso viaje por algunas de las zonas misteriosas y llenas de magia (para hacer honor a la poesía) de Estados Unidos: Maryland y New Orleans. Pero el escenario que Poppy nos muestra está despojado de esa belleza artificial con que nos han llenado la cabeza el cine y la televisión, y nos ofrece una visión mucho más descarnada y humana del mundo. Pero el escenario es sólo uno de los atractivos que hay aquí. Una novela no se sostiene sólo por sus locaciones (como el cine), sino por sus personajes y su entramado de relaciones, y "Lost souls?" está a la altura.


No quisiera arruinarle a nadie la aventura de leer esta fantástica novela, por lo que sólo diré que si la sangre y el semen están constituidos de proteínas, es fácil adivinar de qué se alimentan algunos de estos vampiros. La palabra mágica es ALGUNOS.


Además, para que se decidan, en "Lost souls?" no se encontrarán con esos vampiros mariquetas y eunucos que llenan de oro las arcas de la histérica y seguramente mal-cogida Anne Rice. Aquí tenemos vampiros alocados e irresponsables, un poco en la onda de "The lost boys", esa legendaria película de vampiros rocanrroleros. Además, el nacimiento de un vampiro es algo sumamente cruel, que nada tiene de sensual ni de agradable... no diré más.¿Soundtrack? Sí, definitivamente. Y éste corre a cargo de Bowie, Bauhaus, Cocteau Twins. ¿Qué más quieren?

mayo 06, 2008

5 relatos novedosos de serenidad fortuita 5






De sacrificios


Detesto a los mayas. Su religión era una blasfemia cruel y malvada. Sacrificios humanos y derramamientos de sangre. Los dioses mayas eran malignos, exigían sacrificios una y otra vez. Por eso me gusta ser cristiano. Un sacrificio humano bastó para tener contento de por vida a nuestro dios.


Disección

Mínima deconstrucción a un motivo de Poppy Z. Brite, de la novela Lost Souls?
Su padre amaba diseccionar cosas. Atrapaba ranas y ratones y los partía por la mitad, exponiendo sus tripas y pequeños cerebros. En los periódicos se escribía últimamente de algunas extrañas desapariciones humanas que habían tenido lugar en el pueblo: dos hombres y un niño. Su padre leía ávidamente esos artículos, posiblemente si ella se asomara al sótano, que servía de laboratorio para su padre, encontraría los cuerpos diseccionados de esos tres, pero cuando el periódico anunció una cuarta desaparición, la de ella, sus probabilidades de echar un vistazo allí se habían desvanecido.


El último hombre
Soy el último hombre sobre la tierra y tengo miedo. Durante años he buscado rastros de otro ser humano vivo, sin éxito. Es definitivo, no hay nadie más en el mundo. Estoy solo y tengo miedo, pues hoy, en el callejón detrás de mi casa, vi una sombra que se movía.


Invasión extraterrestre
La invasión comenzó una noche, en un suburbio típico de los Estados Unidos de Norteamérica, y allí mismo terminó. Un hombre gris y apático, oficinista genérico, tuvo una idea brillante, y pronto se extendió a todo el mundo.

–Es muy simple –dijo él–, sólo debemos hacernos a la idea de que los extraterrestres no existen.

Y los extraterrestres dejaron de existir.


Los rostros
Estoy en la cama tratando de dormir, pero no puedo. En la oscuridad hay rostros que me observan. Cierro los ojos para que desaparezcan, pero cuando los abro, los rostros siguen allí, aunque ahora están un poco más cerca. Me miran fijamente, me estudian, y puedo escucharlos mientras se arrastran bajo la cama, o por las paredes. No veo sus manos ni sus cuerpos, pero sé que están allí. Veo sus ojos. Siento el roce de sus dedos sobre la sábanas, y sé que pronto estarán encima de mí. No puedo contener el grito; lo dejo escapar, y en pocos segundos mi habitación se ilumina. Es mamá.


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abril 13, 2008

Un cuento al revés



Perdida


Sigo frente a la ventana, sucia de moscas, cerrada, sin aire en la habitación, mirando el camino que va lejos de aquí, por donde Jordán se fue hace varios meses, con un rifle de casa, a luchar por las tierras.

Llevo dos horas de este día sentada frente a la ventana sucia de moscas. Ayer estuve veinticuatro horas continuas sin moverme, un día antes también. Siete días enteros así, esperando a que vengan Jordán o la muerte.

Llevo todo este tiempo sin parpadear, sin comer, sin orinar, sin beber y sin moverme, mirando por la ventana sucia de moscas, esperando que alguien venga de regreso por ese camino que sólo va y no viene nunca, y que se pierde lejos de acá.

Así llevo desde hace no sé cuántos días, mirando por la ventana sucia, llena de moscas, con los ojos bien agarrados al camino, esperando que algo pase, que sobrevengan Jordán o la Muerte y yo pueda proseguir mi existencia. Y ya empiezo a cansarme. Y me he sentido cansada desde hace no sé cuántos días, no sé cuántas tardes, no sé cuántas noches, desde que recibí el telegrama ése: “Señora Clotilde de Caire. Nuestro más sentido pésame al notificarle la muerte de Jordán Caire”.


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marzo 28, 2008

En Recuerdo de Rozz Williams (RIP 1° abril 1998)


we are like weak flowers
trodden by the step of time

–Macbeth, Forever


Cuando sopla el viento nocturno las flores, en el campo y en la ciudad, se mecen con tristeza. Las amapolas, las rosas, todas las otras flores, danzan con sutiles movimientos. La cadencia de su canción –cantada en lenguaje de vegetales– envuelve las penumbras del campo y la ciudad.

En el mundo no hay espacio para tanto dolor. En el mundo sembraste la semilla del dolor y cosechaste amor, pero el amor te enfermó y te destruyó. Y ahora, nosotros, te hemos sembrado a ti, y el fruto que nació fue el del recuerdo. Es un fruto dulce, pero agrio. No hay amargura, sólo nostalgia. Y cuando tú cantaste de flores, sin saberlo, sembraste una en el corazón de cada uno de nosotros. Y ahora... ahora es nuestro turno de cantar de flores para ti, que te fuiste, quizá con llanto, quizá con un sonrisa amarga.

Pondremos flores, cantaremos canciones, y la suave melancolía que nos legaste será nuestra bandera. Y aunque corran lágrimas por mis ojos, por los ojos de todos, nunca haremos coro de desprecio, sólo amor.

Puede que la vida sea sueño, puede que cada rey tenga o sea un hijo bastardo, puede que cada beso sea de carne y hueso, puede que la boca de una ramera sea perfume y puede que los sueños no acaben con la muerte. Pero si la vida no es sueño y no cada rey es o tiene un hijo bastardo y ningún beso es de carne y hueso y la boca de ninguna ramera es perfume y los sueños acaban con la muerte, no te olvides de ti mismo.




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Rozz Williams, RIP abril 1 de 1998, causa de muerte: suicidio.

Fue el vocalista de la banda Deathrock Christian Death, además de dirigir otros proyectos como Shadow Project, Daucus Karota, Premature Ejaculation, Heltir, entre otros. También se le reconoce como el fundador del estilo Dark Cabaret, con su disco Dream Home Heartache, que grabó en colaboración con Gitane Demone.

La importancia de Rozz Williams en la música es comparable a la de bandas seminales como the Damned o Bauhaus, siendo una de las originadoras de lo que a la postre sería conocido como Gothic Rock, o Deathrock en los Estados Unidos.

A unos pocos días de que se cumpla el décimo aniversario de su muerte, queremos (quiero) rendir un sentido, si bien modesto, homenaje a este hombre, quien aunque desaparecido, sigue vivo en nuestros corazones.


marzo 04, 2008

Sobre El bosque de los prodigios, de RAF




El bosque de los prodigios, bestiario mesoamericano



Se ha dicho varias veces que El bosque de los prodigios (2007), de René Avilés Fabila, es una obra singular, insólita y afortunada, una rareza en las letras, no sólo nacionales, sino en castellano, en donde no es tan habitual el género fantástico (aunque, como en todo, hay grandes excepciones). El mismo René, con su acostumbrado buen humor, mezcla de cinismo e inocencia, dedica algunos elogiosos adjetivos a su libro: magistral, soberbio, genial (esto, en la presentación que se hizo del libro en la XXIX Feria Internacional del Libro del Palacio de Mineria; Ciudad de México). Pero lo que en la mayoría de autores no sería otra cosa que una muestra de pedantería, o en el mejor de los casos, una farsa, en René se trata más un juego, un doble sentido. Por una parte, no parece que él mismo esté totalmente convencido de lo que ha expresado, porque si algo tiene nuestro autor, es humildad, y no parece que esté dispuesto a aceptar que alguna, la que sea, de sus creaciones, pudiera convertirse en obra maestra; por otra parte, es evidente su profundo amor por lo que hace, y cuando alguien ama, ese objeto amoroso se convierte ante nuestros ojos en algo sublime, que merece todos los elogios. Estoy seguro de que Einstein sabía que él era, probablemente, el hombre más inteligente del mundo; reconocerlo, eso se llama sinceridad; hacer de cuenta que no es así, eso es de pusilánimes.

Se ha dicho, también, que El bosque de los prodigios es un libro de enorme erudición, y en la misma medida, de enorme imaginación. Es cierto. En su gestación tuvo presencia un profundo escudriñamiento, una amplia investigación en torno a la fauna mesoamericana; para ello, recurrió a los textos de algunos autores, como Bernal Díaz del Castillo, fray Bernardino de Sahagún o Hernán Cortés (no está de más echar un vistazo a sus Cartas de Relación). Hay datos precisos y totalmente reales en estos seres portentosos que pueblan este bosque. Pero el dato real no es lo que predomina, ni tampoco es el espacio más adecuado desde el cual habrá de leerse este libro. La mayor parte de la obra se construye a partir de la invención pura; en otras palabras, es un texto de ficción.

Muchos lectores estarán tentados a descubrir cuáles elementos de los que conforman El bosque de los prodigios son reales y cuáles son imaginarios. Pero no tiene caso, no hay necesidad de eso. El libro tendría más bien que ser leído para disfrutarse, y no para aprender, aunque no niego un aprendizaje posible, tras el recorrido de esta obra; quiero decir que, si uno pone atención, podrá darse cuenta de que si bien estos maravillosos animales habitan las páginas de este bosque, el hombre aparece allí como una sombra furtiva, que con su exacerbado narcisismo (se cree animal superior), decide quién y qué puede vivir, y quién y qué, no. Pero esta no es una nueva enseñanza, simplemente se trata de una reafirmación (aunque no creo que ello fuera una pretensión de RAF). Así que la sugerencia es no buscar una cualidad moralizante en este texto, sino goce y disfrute, y algunas risas; pero no la estúpida risa de los ángeles, como diría Milan Kundera, sino esa otra risa más profunda e intelectual, esa risa irónica del que se da cuenta de la vacuidad de la existencia, y comienza a sacarle el mejor provecho.


Porque algo que no se ha dicho, al menos no tan abundantemente, sobre El bosque de los prodigios, es que se trata de un libro divertido, humorístico. Pero que el lector no se asuste con esta palabra; el auténtico humor no es el chiste fácil de las conversaciones entre amigos, en una fiesta inocua; el humorismo, como en Jonathan Swift, es una de las creaciones del intelecto y la astucia que permiten al hombre acceder al conocimiento del ser, pues la risa hace de la investigación humana algo más blando y manejable. Aquí, me gustaría añadir, tal vez un poco con calzador, las palabras que RAF dedicó al enorme poeta Otto-Raúl González (1921-2007), refiriéndose a “que nunca en un continente trágico y solemne ha perdido el sentido del humor, (y) que escribe a veces con aires de fina y elegante ironía”[1]. Es por ese sendero, quizá, por donde más convenga entrar a este bosque encantado y encantador.

A manera de conclusión, El bosque de los prodigios, muestra lo que posiblemente sea la mejor faceta de nuestro autor, la del narrador fantástico y de ingenio. El propio RAF ha afirmado en más de una ocasión que, de su trabajo literario, el género fantástico es el que él prefiere. Siendo así, que sirva este breve comentario como una invitación al viaje, a través de esta floresta de prodigios sin igual, y si al lector le gusta la experiencia, deseará acudir al resto de la obra fantástica de RAF, afortunadamente reunida bajo el título de Fantasías en Carrusel, en dos volúmenes, así como al libro-hermano del que nos ocupa: Los animales prodigiosos.



 
 


[1] René Avilés Fabila. “Homenaje en Bellas Artes a Otto-Raúl González”, en: Universo del Búho. México, año 8, num. 87, julio de 2007.


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febrero 11, 2008

La última carretera


La última carretera

La carretera era negra, plana, recta. Kilómetros y kilómetros de lo mismo. Cerros grises quedaban atrás, vistos por la ventana del vehículo, como un programa de televisión demasiado aburrido para prestarle más atención que a un anuncio de información pública sobre la importancia de ahorrar agua o pagarle a hacienda. La luz parecía inmóvil, como si las seis de la tarde fuera la única hora que el día conociera allí. Los buitres –negros, enormes, carentes de gracia y virtud– volaban sobre nuestras cabezas. A mi mente vinieron recuerdos lejanos, viajes en carretera al pueblo de mi padre, viajes a una ciudad más lejana, para agradecer a un dios niño de cerámica, viajes a un pueblo en medio de los cerros, para visitar a una enamorada. Eran viajes largos, aburridos, invariables, excepto cuando la neblina caía de golpe a nuestro alrededor, acrecentando el riesgo de caer por un barranco, haciéndonos sentir la proximidad de la muerte con cada giro de los neumáticos, y el nieblumo nos abrazaba como un manto vivo de encaje.

La carretera se extendía hasta donde la vista podía percibir. Una enorme serpiente negra con una única línea blanca en el dorso. Horas y horas de recorrido, y ni un solo auto en sentido contrario.

El aire era tibio, y tenía un olor peculiar. A los lados de la carretera, sólo tierra y llanos. Algunos espinos, algunos matorrales, pero nada semejante a la vida.

–Enciende la radio –dije, y la música llegó a mis oídos. No sintonizaba bien, pero al menos era una variación del incesante zumbido del motor y del roce de las llantas con el asfalto. Traté de conciliar el sueño, y creo que estaba por conseguirlo cuando su voz me trajo de vuelta a la realidad.

–Pronto llegaremos.

Miré. Al frente de nosotros, todavía lejos, pero visible al fin, se levantaba una ciudad. Parecía un puñado de edificios y torres amontonados, como si unas manos gigantes se hubieran dedicado a comprimir ese espacio de civilización color óxido.

Mirar ese cuadro me hacía pensar en los campamentos petroleros, que pude conocer gracias a un libro con fotografías que tuve en la infancia. Montones de hierro y concreto colocados como una intrincada red, como un laberinto de hormigas, casi como un cuadro de Escher, pero uno muy desesperanzador. Era triste como el otoño, y hermoso como un puente del siglo XX, lleno de luces y coches haciendo sonar sus bocinas, llevando a sus ocupantes a casa, después de una dura jornada en la oficina, en el colegio, en el hospital.

Sobre la ciudad, una nube negra amenazaba con tormenta. Debajo de la nube, pequeñas figuras negras se movían azarosamente. Eran buitres. ¿Qué hacen los buitres sobre la ciudad?

Al fin llegamos. La ciudad estaba inmóvil, en silencio. Sólo los semáforos en las esquinas seguían trabajando. Un esfuerzo inútil, pero constante. Había otros autos en la ciudad, sobre las avenidas, como si sus ocupantes se hubieran visto obligados a dejarlos allí por causa de alguna emergencia. Recordé los terremotos que viví en el pasado, y el pánico de la gente, que si era capaz de arrojarse de un edificio de treinta niveles, dejar el auto a media calzada no era ningún sacrificio. Yo mismo dejé una vez mi auto así, para ir tras una mujer que amé. Ya no recuerdo su nombre, pero ella era real.

El auto se detuvo en una esquina, frente a un semáforo en ámbar. Descendí. Y él se marchó. No había autoridades que se lo impidieran.

Caminé en busca de la dirección que me dieron. Cuando la encontré, a pocos metros de donde bajé, vi que se tratada de un edificio de departamentos. Toqué, pero nadie respondió. Aunque me pareció inútil, empujé la puerta, y ésta se deslizó hacia dentro, tan suave como nueva, sin emitir rechinido alguno, a pesar de la podredumbre que reinaba en el lugar. Dentro estaba oscuro, y apestaba a muerte. Busqué un interruptor con la mano, y palpé algo suave y húmedo. Esperaba que sólo se tratara de moho. Cuando encontré en interruptor y pude iluminar el lugar, ahogué un grito pánico en la garganta. Cuerpos en diferentes estados de descomposición, algunos mutilados, otros deformados, colgaban de cadenas por todas partes. Hombres, mujeres y niños habían sido masacrados por igual, y convertidos en ese cuadro obsceno de muerte y humillación. Ninguno tenía ropa. Ninguno tenía ojos.

Fue cuando escuché el graznido, un graznido casi como un chillido, casi como un grito humano. Y recordé los buitres que volaban sobre la ciudad, y comprendí que la ciudad no era otra cosa que su nido, o un criadero de esas bestias. Quise correr, pero choqué de frente con un hombre alto y serio, que me hizo caer de espaldas sobre el suelo sucio. ¿De dónde salió, maldición?. Llevaba un sombrero con una pluma roja, y su mirada feroz lastimaba mis ojos.

El graznido se repitió, y pude ver una sombra bajando por las escaleras. Cerré los ojos, para no ver mi propia muerte, pero una mano suave se posó sobre mi hombro.

–Levántese, por favor –dijo una voz dulce y suave.

La miré. Era una dama elegante, hermosa. Me indicó que la siguiera, y el hombre caminó detrás de nosotros.

Ella vestía de negro con algunos toques rojos y blancos. Una estola de los mismos colores adornaba su cuello delgado y largo, como un cisne. No, no un cisne, más bien un buitre.


{Gracias a Jaqueline por su ayuda en la reparación de este texto}


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