Dulce Voz
Me sentía limpio, puro y sagrado. Pero al colgar el teléfono, cuando Dulce Voz se retiró, me invadió una tenue melancolía, que crecía con cada pulsación de mi cabeza.
Me levanté y encendí la luz. Miré mi rostro embarrado en la ventana. Ya no era tan joven, los años solitarios colgaban de mis ojos como sombras abatidas. La curva de mi boca indicaba malestar y tristeza, tantas noches en silencio, todas esas tardes de autobuses y taxis y periódicos sin interés.
Puse mis manos en mi estómago: años de comidas de soltero lo habían dejado así. Mi sexo, decaído, víctima del tedio y la inmovilidad. Sólo mi mente se hallaba activa. Una maraña de pensamientos funestos se debatía, día y noche, sin tregua, sin tregua, sin tregua. Excepto cuando escuchaba a Dulce Voz.
Pero Dulce Voz había callado y la noche sería larga. Y ya sabía entonces lo que haría para matar el tiempo y tratar de hacerle lo mismo a la melancolía.
A las cuatro botellas ya estaba tan perdido en el laberinto de ideas oscuras que lo único que pude hacer fue enredarme en el teléfono y marcar. Dulce Voz contestó, como de costumbre:
—Son/las/tres/veintisiete/de/la/mañana.
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