La radióloga
A veces me masturbo y trato de pensar en ella, aunque no la
recuerdo bien. Debía tener unos treinta y cinco años, pero como eso sucedió cuando yo tenía trece es muy probable que fuera bastante más joven y a mí me
pareciera una señora.
Estaba hospitalizado.
Esa tarde le dije a mi mamá que fuera a la casa, ya que yo podía quedarme solo
durante una tarde y una noche. Fue antes de que la depresión hospitalaria
comenzara, por supuesto. El cáncer no es cosa fácil. Y mis hermanos necesitaban
también su dosis de madre, no podía acapararla yo todo el tiempo. En fin, que
precisamente para esa tarde el doctor había programado unas radiografías con
que darse una idea del avance o retroceso del tumor.
Como no
había familiar conmigo, fue un camillero quien me colocó en la silla de ruedas
(el tumor era en un fémur, fracturado además; caminar, no podía) y me llevó al
sótano del hospital, adonde se hallaban los laboratorios.
Fue la
radióloga quien me ayudó a colocarme en la plancha para tomar las placas y,
después, a volver a la silla. El camillero tardó en venir a buscarme y la
doctora (sé que no es lo mismo una doctora y una radióloga, pero qué diablos…),
la doctora estaba buenísima, de esa clase de buena que ya no abunda: gran culo,
piernas de campeonato y pechos para acabar de criar a los hombres.
Ya dije que
tenía trece, pero estaba avispado sexualmente desde unos años antes. Tenía
unas vecinas, hermanas ellas, Irma y Fabiola, guapas, cuerpos sensuales, ropas
deportivas ajustadas, con quienes a veces jugaba a los manoseos. Ellas tendrían
unos veintidós y diecinueve años, respectivamente, y con ellas se dio mi
despertar al deseo sexual, aunque nunca pasó más que de unos besos en los
labios, sin lengua, y muchas caricias.
Pero la
doctora estaba en otra categoría, sí señor. Alta, hermosa, seria. No, esto no
fue un juego, con ella no. Con ella era algo real. Le pregunté, con una falsa
inocencia que seguramente ella no se tragó ni por un instante, cuáles eran sus
medidas (¡carajo!, yo qué rayos sabía de medidas; es lo que le hace a los niños
demasiada televisión), y ella me respondió:
—¿Tú qué
crees? Adivina…
En mi mente
sólo revoloteaba el proverbial noventa, sesenta, noventa y me sentía tentado a
decirlo, pero si me equivocaba, temía sonar ridículo. Como un niño. Ella lució
su cuerpo dando vueltas, levantando los brazos, contoneándose un poco, muy
profesional. ¡Cielos! Mi pene estaba durísimo.
—No sé
—dije.
—A ver,
calcúlale —y acercó su cuerpo.
Me hizo
tocarla y yo no me resistí, lógicamente. Toqué sus nalgas perfectas, su
cintura, sus tetas. Pude sentir el contorno de sus pantaletas y de su brassiere, sus pezones duros…
Durante
varios minutos me dejó hacer. Al fin, me dijo:
—¿Entonces…?
—No, la
verdad no sé.
—La última
vez que fui a medirme, hace un mes, era cien, sesenta y cinco, cien —buenísima,
pues.
Todavía,
después de veinte años, cuando me masturbo, de vez en cuando pienso en ella. No
la recuerdo, pero la imagino, la reinvento, recreo el encaje de su brassiere y el elástico de sus
pantaletas, su falda blanca y ajustada, su cabello castaño claro, claro, su
medias de color natural, pero sobre todo, lo buena que fue conmigo.
—Por ti,
doctora —digo y levanto mi copa. Esta noche me iré a la cama con ella en mis
pensamientos.
¡Salud!
2 comentarios:
Paso por acá por el azar que da la Internacional Microcuentista y he leído este relato, una suerte de 'Señorita Cora' de Cortázar pero más real, menos ilusorio del niño y la enfermera que entran en cierto enamoramiento. Cada uno de nosotros tiene su imagen de gran mujer e irresistible cuando niños. La mía, a los diez años, por ejemplo, se basa en la tapa de un LP donde una señora de cuarenta años se erguía orgullosa en su vestido blanco ajustado. Era hermosa, aunque no sé qué cantante sea. Me gustó el cuento en loor a esos momentos de iniciación. Espero te pases por mi blog: www.laraizdemenosuno.blogspot.com.
Saludo.
Gracias por tus palabras (excepto por la comparación con mi archinémesis Cortázar). Con gusto te visitaré y leeré.
Saludos.
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