Sueña la tierra el sueño del joven sin piel en el rostro y
al que le han robado los ojos y que llora con siniestra sonrisa helada y no
puede encontrar el camino a casa. Sueña con cuarenta y tres de sus queridos
hijos que se han vuelto invisibles y perdidizos y permanentemente presentes en
la memoria. Sueña la tierra, sola, se inquieta, retiembla, se estremece, crujen
sus huesos, sus entrañas de fuego y de sangre, se encoge su corazón de piedra
antigua. Sueña la tierra y su sueño es el sueño de las madres sin hijos;
inconsolable. Se da vuelta sobre sí misma, se envuelve en su manto, tiene frío
en el corazón. Llama a sus hijos y sólo le responde el silencio. Sueña la
tierra y busca a sus hijos, los busca por los laberintos de la oscuridad y la
soledad; los busca en parajes de tumbas anónimas; los busca en esos campos
donde cuidaban plantas y se bañaban de sol, en un tiempo muy viejo cuando aún
había sol; los busca entre las raíces de los incontables árboles que se
entierran en su cuerpo, que se alimentan de ella —los árboles son sus hijos
también, y sus raíces buscan a sus hermanos; los busca dentro de sí misma, en
sus recovecos desconocidos donde pueden estar escondidos lejos del miedo y del
clamor de las balas, donde pueden vagar, extraviarse, perderse. Sueña la madre
tierra.
Llueve.
Lluvia de sangre. Los ríos de sangre corren por los pueblos como las venas de
la tierra. Los ríos se desbordan, arrastran lo que pueden, los pueblos
sucumben, las ciudades se convierten en fantasmas de hueso frágil, las madres
lloran envueltas en sangriento huipil y esperan el regreso de los hijos
desaparecidos. Llueve. Caen relámpagos y el cielo y el horizonte se tiñen de
sangre. El mar se ha vuelto rojo y también el aire. La bandera se ha quedados sin
esperanza, sin unidad, sólo conserva la sangre de los caídos.
Sopla un
viento de sombras. Despierta la tierra y llora. La tierra llora al recordar el
sueño de su hijo sin piel en el rostro y al que le han robado los ojos, al
recordar el sueño de los campos a los que les hacen falta cuarenta y tres de
sus hijos queridos, el sueño de sí misma perdida en la oscuridad y el silencio.
Llora y grita entre los callejones y caminos de piedra, llora y grita en las
casas de adobe y los edificios de cristal, llora y grita al darse cuenta de
que, después de todo, el sueño de sus hijos perdidos y tanta miseria, no eran
un sueño en absoluto.
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