Dejo unos versos sobre la mesa Para que los leas cuando el sol te invada Me refugio esperando la nevada Frío terrible, mi rostro besa
Devoro hambriento un labio de fresa Una boca roja de una novia robada Me doy prisa antes que me mande a la chingada ¡Ah! ¡Cómo adoro a mi novia polonesa!
Me atraco con la carne fantasmal de mi condesa Su aliento de niña abrumada El aroma de su sexo, flor perfumada Esta mujer es en el mundo una rareza
Tú dirás si continúo con esa Forma de hacer publicidad pagada El frío lastima mi mano cortada ¡Eso me gano por no haber nacido en el seno de la realeza!
Ahí estuvimos, René, pero los admiradores y las cámaras no te dejaron solo ni un momento para poder saludarte (y enviarte el saludo que te envió Leticia). Es cierto, es un espacio pequeño, pero el contenido es mucho más grande, y eso cuenta indudablemente. Lo único que me decepcionó fue no haber visto aquel enigmático libro de Edgar Poe que tenías en un anaquel de la Fundación, pero me emocionó encontrarme con Elena Garro. No sé si la viste, pero ella andaba por ahí, se veía muy bien, muy joven y hermosa, caminaba lentamente mientras leía los recuadros que acompañaban los objetos. Creo que le llamó mucho la atención la máquina de Otto-Raúl, porque se quedó quieta un rato frente a ella. O tal vez dios puso pausa al VHS del universo mientras iba al sanitario celestial, no sé. Bueno, mi querido amigo, estaremos dando nuestras visitas por ahí, llevaré a mi grupo de escritores a visitarlo, incluyendo a Claudia. Y me conseguiré una novia para darle sus besos en un rincón apartado del propio parque, a las 8 de la noche, cuando está oscuro. El puente de piedra parecía un buen lugar. ¡Adiós!
Ciudad de México se ha vuelto intransitable, mucho de eso se lo debemos a Marcelo Ebrard, pero también a la creciente cantidad de automóviles y a la escasa educación de los mexicanos. Ciudad de México es un lugar donde ya nadie llega a tiempo. Salí con más de dos horas de anticipación (de Lomas de san Lorenzo, Iztapalapa, a Observatorio, Miguel Hidalgo, no deberías hacerte más de noventa minutos. Pero, ¡ni madres! Dos horas no fueron suficientes.)
Cómo ocurrió todo. Salgo de casa. No había combis hacia el Periférico. Largos minutos de espera. En Periférico, no había camiones ni micros al metro Constitución de 1917. Cuando finalmente arrivé al metro, no había trenes, cuando un tren llegó, la sobrepoblación me impidió abordar. Al segundo tren, pude subir sin problemas, pero avanzaba lentamente, y los empujones hicieron imposible la lectura. Llegué a Chabacano, me pasé a la línea 9, luego a la 7, bajé en la estación Constituyentes y, ¡maldita sea! Las jodidas escaleras eléctricas estaban madreadas. Tres niveles de tres bloques de escalera para llegar a la superficie, con sus obligadas escalas para recuperar el aliento y quitar los calambres de las piernas (no soy atleta, yo leo libros). Al salir, los puercos me detuvieron y me pidieron mi identificación. Obviamente les eché bronca, por qué la quieren, quiénes son ustedes, no puedes pasar si no la muestras, por qué putas madres no, quién compró la calle, total que no me dejaron pasar y tuve que dar la vuelta, uno de los cerdos me siguió unos metros, pero desitió. Habrá presentido el peligro en mi mirada, más probablemente le regañarían si abandonaba su puesto. Llegué al Parque, lo tuve que atravesar, un amable me explicó dónde estaba el Museo, hasta el fondo del lado contrario de donde entré. Para entonces, ya me había dado una vuelta por la zona sin hallar el número 94. Como sea, logré llegar, demasiado tarde y demasiado cansado. Saludé a Elena, recorrí los pasillos, René estaba rodeado de micrófonos y personas, pasó el tiempo, me entretuve con el espacio de Inés Arredondo, con el de José Agustín, con el de Salvador Elizondo. Media hora más tarde, seguí cansado, con mucho calor, me salí a caminar por el parque, platiqué con unos muchachos que practicaban su baile de Hip-Hop, y me fui por unos tacos al pastor que había visto después del incidente con los marranos.
El regreso a casa fue simple, lo de siempre. En el micro apagaron la luz y no pude leer. Necesito unos audífonos nuevos.
Fueron nuestros padres aguerridos, radicales En sus ojos se dibujaba el orgullo y la altanería de una raza eternamente joven ¿Qué ha pasado? ¿Adónde se ha ido la Grandeza? En nuestros ojos turbios se delinea la vergüenza Nos hemos hecho viejos demasiado pronto Los huesos nos duelen nos rechina el alma ¡Abuela Patria! ¡Ven! Tenemos frío
«Tu cuerpo ya no me produce placer alguno. En esta carta quiero deshacerme de ti. Tú eres lo que me ha destruido, no la soledad. La amarga leche del sol. Así es como te imaginé. Las tristes lágrimas de las estrellas. Así conjuré tu nombre. La oxidada maquinaria del amor. A esto se ha reducido todo lo que siempre había deseado, toda la felicidad que se quedó atascada en un engrane mal aceitado. Las amargas frutas del recuerdo. Pero no pienso probarlas nunca más. Yo no soy capaz de seguir viviendo bajo el mismo techo que tu cuerpo.»
El hombre que escribía así, dio un respiro y se secó las lágrimas. No es fácil reconocer que has dejado de amar al amor de tu vida. Pero cuando algo que se ha mantenido oculto, inconsciente durante tanto tiempo, salta de pronto a la vista, no hay marcha atrás; sólo quedan unos pocos caminos.
Ella, hacía varios meses que estaba muerta. Eso no importó para que él la siguiera amando. El amor no acaba con la aparición intempestiva de la muerte; crece. Y saca las garras para aferrarse con fiereza a la carne de su portador.
La ausencia del ser amado prolonga ese amor, lo alimenta. Su cuerpo yace sobre la cama, sin vida, sin movimiento, sólo cuerpo y nada más. Él lo mira y cada noche trata de amarlo con desesperación, pero ese cuerpo sólo es ausencia y silencio. Y así es mejor, porque cuando está vivo, el amor te desgasta, te succiona hasta la última gota de juventud y te vuelve viejo en pocos años.
Toma aquel cuerpo entre sus brazos y lo arrastra por la casa. Lo lleva al patio y cava un agujero, donde lo deposita. Y él cree que se ha liberado de él. Cansado, se va a dormir. Cuando abre los ojos, el cuerpo de su amante muerta lo abraza bajo las sábanas. La mira y la insulta, pero ella no escucha, ella ya hace un tiempo que está muerta. Y él se levanta, se acerca al escritorio lleno de hojas y manchas de tinta, y escribe. Alguna cosa sobre la oxidada maquinaria del amor, puros sinsentidos; sólo escribir y eso es todo. Y decide acabar de una vez por todas con esa insensatez. Cava agujeros por todo el patio, y sepulta los pedazos del cadáver, y lo encuentra remendado cada mañana, abrazándole, y él nunca recuerda lo que hace esas noches de insomnio frenético, cuando la fiebre juega en su cabeza. El óxido, supone, no sólo llegó a su corazón, también provocó un desajuste en su cerebro. Y en su alma, si existiera. ¿Existe el alma?
“¿Y si la devorara?”, pensó. Y preparó las salsas y las ollas. Trajo algo de pan, un poco de vino, sólo un poco, no es necesario perder la cabeza. Platos limpios, mesa cuidadosamente preparada, tulipanes en el florero lleno de agua fresca. Parecía la cena de una familia en su casa acogedora y amorosa, ante un delicioso fuego.
Despertó bañado en su vómito, abrazando la almohada manchada de sangre y vísceras mal digeridas, decidiéndose a terminar con todo de una vez y para siempre, sin saber exactamente qué tenía que hacer para conseguirlo.
Killing time in the ´70s Smelling of love thru´ the moist wind –David Bowie, Bring me the disco king
Nunca conocí a mujer más hermosa y elegante que la señorita K. A veces, al bailar, me tomaba de las manos, y un frío recorría mi espalda. Un frío como agua, y supe que en las manos de la señorita K había lluvia.
Verla era ya un goce. Sus atuendos y su actitud, sus movimientos y gestos, su modo de sonreír y de quedarse inmóvil a media canción, como si recordara algo de pronto. Era como un cortometraje o como un videoclip. Cuando se quedaba inmóvil, yo la miraba, incapaz de decirle nada. Luego, ella me miraba, me regalaba esa sonrisa un poco triste y esa mirada que parecía antigua, y de nuevo tomaba mis manos entre sus manos, donde la lluvia está contenida, y reiniciaba su baile; a veces, me tomaba por la cintura o me rodeaba por el cuello con los brazos, y yo era feliz.
Algunas noches, me llamaba a casa, y platicábamos unos veinte minutos. Su voz era alegre y melancólica al mismo tiempo. Me hacía pensar en los niños que han dejado de serlo, en canciones de jóvenes ahora viejos, en épocas donde todo es bello y perfecto, ya perdidas para siempre. Porque yo sé que la señorita K nació en un momento equivocado, que su alma y su corazón laten en otro tiempo, en 1971, 72, 73, en un pasado que hoy ya parece demasiado remoto.
Y cuando ella baila y la lluvia está en sus manos, y se queda inmóvil y la lluvia para, yo sé que ella ya no está aquí del todo; que se ha marchado a pasar una breve temporada en aquella época de oro y plata y purpurina, donde puede vivir sus sueños.
-Cómo hacer- Tanto- Cómo- ...cómo- Hablar- Ningún lugar dentro del cuarto- Algo debe- Estrellar- Romper- Descansar- [Ya]- En paz- Quiebra mis manos- -Una vida- Cómo hablar donde tú no oyes y yo- Soy- Invidente- En el silencio- Pensando- Imaginando cómo decir nada- - Será que te amo
Recuerdo la primera vez que te vi. Usabas tu vestido rosa y unas botas marrón. Y llevabas tu canasta de flores. Era de noche. Se podía escuchar una música majestuosa y envolvente, acompañada de los ruidos del arrabal. Creí que mirabas el aparador, pero me acerqué y lo que contemplabas eran tus recuerdos. Tus enormes ojos azules, resplandecían con una calma triste que nunca volví a ver. Te pusiste de pie y te fuiste.
Recuerdo la segunda vez que te vi. Salí del tren sin saber dónde estaba. Unos chicos pasaron corriendo y tú caíste al suelo. Sacudiste tu vestido y me acerqué a ti. "¿Estás bien?", pregunté y compré una de tus flores.
Recuerdo la tercera vez que te vi. Tu cuidabas de una iglesia abandonada. "Las flores no crecen en los barrios", dijiste, "pero por alguna razón, no tienen problemas para crecer aquí". Supe que era tu alma quien las hacía crecer. Te llevé a tu casa, y junto a ti, contemplé el jardín.
Recuerdo la penúltima vez que te vi. Tú me buscaste para ir a la feria. Nunca olvidaré el viaje en góndola; tu mirada brillaba como la primera vez, pero la tristeza había desaparecido. Tomaste mi mano y regresamos. Entré a mi cuarto y te vi marcharte; y ahí estaba esa tristeza otra vez.
Recuerdo la última vez que te vi. Las lágrimas no me dejaban mirarte bien. Yacías fría, inmóvil en la cama de coral, tu rostro lleno de paz, y el mismo vestido rosa y esas botas marrón, pero nada de flores. Había música lenta y dolorosa. Te tomé en mis brazos y te llevé al estanque. Te dije adiós, mi llanto confundido con el agua. Y decidí que no seguiría adelante...